En la mañana del
día de la Inmaculada, con un frío que pelaba, fui a recoger a Santiago, que participada como
carráncano en la Catedral. La suerte es que no tuvimos que llevarlo a las ocho su madre o yo porque Ignacio salía a entrenar al río a esa hora (que debía estar congelado) y lo acercó, mientras arrebujados en las mantas escuchábamos la puerta cerrarse.
Sobre las nueve y media salí de casa, no había mucha gente todavía en las calles. En la catedral me dejaron pasar a través de la cinta que separa a los turistas de los fieles.
Eché una mirada a las vitrinas de la nueva exposición sobre Murillo que se inauguraba esa tarde.
Iluminado, casi etéreo, el maravilloso
San Antonio que se llevaron los ladrones hace más de cien años de la capilla Bautismal.
Tras la reja, con flores frescas y velas encendidas, el altar de la Inmaculada de Montañés, con la mirada baja (
la Cieguecita) y las manos unidas en actitud de recogimiento. Imposible encontrar una imagen más bella de la Madre de Dios en el misterio de su sencilla pureza.
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Estas dos fotazas no son mías obviamente. |
Los niños mientras esperaban la procesión con sus roquetes blancos jugaban en los bancos y su imagen era como las de los cuadros de García Ramos o Grosso, el espacio era el mismo, las altas bóvedas, los altares y ellos también eran los mismos niños alegres e ingenuos de todos los tiempos.
Los canónigos cantaban en el coro loas a María, daba igual sus voces cascadas porque se escuchaba sobre todo el órgano del
Padre Ayarra, magistral. Así como si nada, gratuitamente, estaba uno allí escuchando a unos de los mejores organistas del mundo, en la catedral gótica más grande de Europa y en uno de los instrumentos musicales más fastuosos y potentes del orbe.
Sonó el Aleluya de Haendel que grabé con el móvil, y después atacó la tocata y fuga de Bach. Dejé de grabar porque era tan impresionante que me recosté en el banco sin ver, mientras las notas reverberaban entre las altas naves, haciendo de toda la inmensa
montaña hueca del templo una caracola sonora por la que llegaban los ecos de Dios. Me arrastró la emoción y tuve que secarme los ojos..
Por fin llegó el arzobispo, precedido por la procesión de canónigos arropados por unas capas pluviales magníficas, supongo que del XVIII, con un damasco celeste portentoso y unos bordados riquísimos. La luz matutina se filtraba entre los vitrales atravesando las nubes de incienso y haciendo saltar chispas de los dorados de los hilos.
Ya en la sacristía de la iglesia del Sagrario se desvestían los niños, de nuevo en una escena de estampa decimonónica y entre las altas y pesadas cajoneras de roble antiguo, entre los cuadros de Matías de Arteaga, me sorprendió uno especialmente,
El triunfo de la eucaristía de
Herrera el Mozo, que no recordaba que estuviera allí, y digo que me llamó la atención porque esta pintura, colgada allí como si tal cosa, fue un hito en su tiempo. Supuso para el propio Murillo (y para toda la escuela sevillana) su caída del caballo en cuanto que le abrió los ojos a las nuevas tendencias del barroco luminoso italiano que trajo el joven Herrera de la Corte y que sirvió para que el discípulo de Juan del Castillo abandonase para siempre el estilo barroco tradicional retardatario, caravaggiesco y oscuro, para cubrir sus lienzos de veladuras, transparencias y dulzura únicas, de pinceladas fluidas, ligeras y sueltas...
La sacristía donde los niños se desvestían entre gritos, es una joya, azulejos de Diego de Sepulveda, mármoles polícromos, maderas labradas...
Salimos Santi y yo. Su mano helada cogida a la mía. El cielo azul, azul, el frío seco, la mañana luminosa y las campanas de la Giralda resonantes como un eco del gozo que nos invadía.