Tras la última carrera de caballos la gente abandona la
playa y se olvidan del sol, que con gran melancolía se esconde tras la línea de
gris del horizonte.
Estoy en mi butaca de rayas azules y blancas.
Solo ya, la marea está muy baja y deja una gran porción de
arena mojada donde se esconden las navajas, entre pequeñas ondulaciones simétricas
que el agua ha formado en su retirada formando una red donde espejea el sol y
parpadea la luz.
Con mis auriculares, conecto el Spotify y dejo que suene. Ombra ma fui de Xerxes de Handel.
El
cielo se ha puesto cárdeno, el viento refresca la tarde que oscurece y casi
tengo frío. La sensación de vida, de plenitud, de libertad, de armonía se acentúa.
Descalzo camino hasta que las olas lentísimas se desmayan tímidas a mis pies, como lenguas transparentes, como las caídas del velo de una Madonna italiana del Renacimiento.
Suena el Laudate Domine de
Mozart.
No hay nadie. Hacia poniente todo esta enrojecido y al trasluz
silueteado en negro, los barcos, las boyas que marcan el canal y cuyas luces
verdes y rojas parpadean. Hacia Bonanza todavía clarean los azules y el blanco
de la arena y el verde de los pinos de Doñana y las barcas pintadas de blanco y
rojo que se balancean pacientes, atracadas cerca de la orilla. Las barcas
vacías tienen un aire triste, como ovejas sin pastor.
Es todo malva y oscuro, el mar inmenso casi negro cuando comienza la canción de la Luna
de Rusalka de Dvorak.
Al
son de la música suave parece que se mecen los matices indescriptibles en los
que el horizonte se funde con el océano… los tonos violáceos, alguna franja
malva rojiza, aquella línea fulgida… cada minuto cambia parece que no puede
suceder algo más bello aún, pero me equivoco
Las canciones se unen unas con otras como las olas. Saltan
solas en el móvil. El Cisne de Saent Saens:
No sé de donde salen y me sosprenden y me conmueven. Comienza
una de las Cuatro Últimas canciones de
Strauss, Im Abendrot.
Estoy sentado con las piernas estiradas, recostado en
la hamaca, los tonos todos se han apagado y se hacen más sutiles. Marte, que
dicen que este verano reluce como nunca, aparece en lo alto a tan sólo 57 millones de km y algunas estrellas
comienzan a brillar muy leves. Por un momento temo que vaya a perder la
conciencia y desmayarme, de tal cumulo
de sensaciones inefables.
Algún paseante pasa detrás de mí. En la oscuridad un gran vehículo
que recoge las vallas que disponen para las carreras veo que se acerca, como un
monstruo galáctico, con luces encendidas en su frontal enorme, sin ninguna
armonía, como un Polifemo desnortado.
Cuando se va todo es calma y oscuridad. Nadie. Pliego mi
silla y aunque me resisto me marcho, andando muy lentamente, casi al ritmo
lento del kirie que ahora suena de un Réquiem de Faure…