Llevo a Pilar en bicicleta al conservatorio. Con su cola tirante, su faldita del uniforme y su bolsa con los cuadernos está para comérsela. Le doy un beso de despedida.
Una voz me llega desde lo alto.- Aquí, aquí- Desde una ventana de un callejón a mis espaldas una señora mayor me hace señas.
¡Que envidia- dice- cuando os veo besar a los niños! ¡Hay que besarlos, hijo, hay que besarlos! Tengo 92 años, y yo no he podido hacerlo, porque no he tenido hijos... pero me acuerdo de los de mi padre. Besos pasiegos, porque-continua con voz cascada desde el segundo piso- nosotros eramos cántabros- Y sigue con una retahíla sobre su pasado y sus orígenes (A todo esto yo allí parado con la bici en medio de la calle)
-Así que muchos besos, muchos besos. Envidia sana, eh, sana, es lo que tengo cuando os veo- concluye.
Me despido y me hago el firme propósito de llenar las mejillas de mis hijos de besos largos y apretados, que así supongo serán los "besos pasiegos", pues, es evidente, que son para toda la vida, y con el deseo de que dentro de nueve décadas, mi hija Pilar, recuerde con la misma emoción estos que hoy les dio su padre.