A mediodía lo celebramos en la azotea donde colgué unos farolillos para crear ambiente y soplé las velas de una tarta de galleta y chocolate que hizo Reyes muy tempranito.
Y después a los toros...
Salimos los dos muy arreglados. A mí me daba a hasta apuro,
porque se veía a legua que íbamos a la plaza. Una vez allí ya eres uno más
de la turbamulta bulliciosa y colorista, pero antes por las callejuelas medio
vacías y soleadas… algún turista hizo fotos. ¡Glup!
Llegar a la plaza de Sevilla un día de gran corrida es toda una
experiencia.
La expectación se palpa en el ambiente. Hay una ilusión
latente. En los prolegómenos de ningún espectáculo del mundo se encuentra una
emoción similar. Y no puede ser de otra manera, entre el ajetreo bullicioso de
la tarde, entre las guapas y elegantes mujeres que bajan de los coches de
caballo, entre los mil vendedores de agua, abanicos, almohadillas, reventas, o
almendras garrapiñadas, que vocean; entre los alamares de los toreros jóvenes
que entran en la plaza, con perfiles de busto romano, entre la alegría de luz y
cal y albero, planea, literalmente, la muerte.
La plaza de Sevilla, la más bonita del mundo, sin exagerar,
está espléndida. Los maestrantes, la cuidan como a la niña de sus ojos. Aunque imperceptible, es elíptica y no redonda,
los arcos no son de pureza geométrica, y tiene algo de humana en su cálida y
temblorosa imperfección.
Cómo luce el albero de Alcalá, como el tapete dorado sobre el
que se juega la suerte. Y la cal refulge, reverbera, como el corazón del
público que espera, trémula, como los toreros asustados y dignos.
El paseíllo es una fiesta, pero cuando se abre la puerta del
toril y el redondel está vacío esperando la fiera, cuando concluye la última
nota del clarín vibrando entre las columnas y los balcones, un instante de
silencio sobrecoge. Llegó la hora de la verdad.
En esta sociedad pusilánime y feble de la postmodernidad este
espectáculo sigue siendo verdad porque se juega con la vida y la muerte y eso
gustará o no, pero es auténtico y en su prístina esencia, es puro.
Y mira que se disimula, con las luces y el colorido de los
trajes, y las mariposas de los capotes revoloteando en la tarde, como rosas,
desplegados, y el sonido de los pasodobles y los cascabeles de las mulillas, y los
gallardetes flameando y los toldos rayados y el sol que divide el redondel en
sombra y luz, para destacar más la paradoja. Juego y lucha. Peligro y frivolidad.
No voy a describir aquí más una corrida en la Maestranza,
pero merece la pena comprobar este espectáculo en vivo.
El silencio, que se hace en los momentos de una faena de
muleta, es tan serio como lo que se está jugando allí, sacraliza el espacio,
que se convierte en un templo. Cuando de pronto es roto por las notas
fulgurantes, que estallan, del pasodoble, y el animal y el hombre se ensamblan
formando un todo armónico, toda la plaza se conmueve y pasa a formar parte de
ese círculo perfecto, de esa espiral de belleza y espanto que ante sus ojos se desarrolla.
Dos orejas a Manzanares. Ponce elegante y Lama de Góngora tomó la
alternativa. Le brindó el primer toro a su madre, que cuando terminó se fue. Ya
no estuvo en el siguiente y nunca más pisará una plaza donde su hijo se juegue
la vida cada tarde.
De purísima y plata el cielo al entrar, de nazareno y oro
cuando salimos y se desangraba el río bajo las lomas negras del Aljarafe.
Llegamos a casa, el chico de Telepizza, nos subió la oferta
de tres “medianas” a elegir, como tres plazas de toros rellenas de queso y champiñones,
como tres farolillos de feria.
Los niños encantados, la Giralda brillante, la noche alegre
como un gato desperezándose sobre mi azotea.
Mi cumpleaños, muy bien, gracias.