El día 11 de septiembre colgué dos banderas de España en mis
balcones.
Lo hice sin alegría y con cierto reparo, porque sabía que no
es aquí, en Sevilla, donde eso tenga mayor importancia, sino en Cataluña,
donde, literalmente, te la juegas si lo haces. Así de triste.
Aún así, lo tomé como un pequeño signo, personal, mi leve
grano de arena en pro de la legalidad y mi rechazo absoluto y frontal a la
deriva nacionalista de la gentuza independentista catalana.
Y digo gentuza, y digo bien. Gentuza son los delincuentes, y malhechores son los que quieren destruir la convivencia saltándose la ley a la torera.
(Y no se trata de oprimidos contra un estado injusto. Nada más alejado de la
realidad. Es más, los oprimidos son la mayoría silenciosa que están coartados y
pisoteados por el totalitarismo de una Generalidad que no permite disentir).
Y digo gentuza, no por lo que opinen, porque tener ideas
aunque sean falsas, absurdas y míticas, como el ideal del País Catalán que
nunca existió, es legítimo, ser idiota es legítimo, (lo del suprematismo y la
xenofobia no tanto…) pero para que esas ideas se plasmen en nuestro
ordenamiento jurídico hay unos cauces, y sólo ellos son aceptables: reforma de
la constitución, disolución de las Cortes, referéndum, etc. Eso requiere
convencer a los demás, no imponerse por las bravas.
Por todo eso pongo mi bandera, a la que hoy, a dos días del
proyecto de rebelión, veo con alegría que se han unido cientos de ellas por
toda la Ciudad. Son como leves llamas de esperanza que dicen que los buenos catalanes no están solos.
Porque, y no nos engañemos, se trata de buenos y malos. Los
que están con la ley y los que están contra ella. Por eso pongo mi bandera para
decirlo alto y claro, no con la tibieza sinuosa de la Conferencia Episcopal,
cuya declaración es escandalosamente artera, con una reiterada llamada al
diálogo. Cómo si se pudiese dialogar con un insensato.
Cada vez que un gobierno habla de diálogo con los
independentistas me agarro la cartera, porque se trata de eso a la postre. Es el ordenamiento jurídico el que garantiza
nuestra convivencia. Nada hay que dialogar, lo que hay es que imponer la
legalidad vigente, y punto. Todo lo demás son paños calientes que no sirven
absolutamente para nada y que nos llevarían a la ley de la selva, esto es, a la
guerra.
A los delicuescentes de siempre, les recuerdo las proféticas frases de Churchill en otros momentos trágicos:
“esto no será más que el primer sorbo de una
copa amarga, a menos que, mediante una recuperación suprema de la salud moral y
el vigor marcial, volvamos a levantarnos y a adoptar nuestra posición a favor
de la libertad, como en los viejos tiempos”.
“Os dieron a elegir entre el deshonor y la guerra… elegisteis el deshonor, y ahora tendréis la guerra”.
“Os dieron a elegir entre el deshonor y la guerra… elegisteis el deshonor, y ahora tendréis la guerra”.