Hay un lugar al norte de Castilla por donde cruza el Duero
cuando nace y entre chopos y fresnos baja buscando claustros y castillos
solitarios de altas lomas.
Hay un lugar en donde se remansa la historia de esta España
que soñamos y donde cubre el polvo los caminos por donde el Cid cabalga en la
memoria.
Hubo un indiano un día que regresó, de allende los océanos
en donde hizo fortuna levantando tiendas de ultramarinos a donde iban llegando
las vías recién abiertas de las locomotoras que surcaban el antiguo Virreinato
de la Plata.
Aquel joven curtido como el páramo yermo de su tierra por
donde el Cierzo arrastra los arbustos en fieros remolinos, se prometió a sí mismo que nunca volvería si no fuera con las alforjas llenas de duros
relucientes que devolvieran el pan de nuevo a tierras de pan llevar.
Y en la Rivadavia elegante bonaerense, en el joven estilo modernista, se
abrieron tiendas donde la aristocracia criolla compraba las mercancías
delicadas que les traía el indiano.
Y un río de plata vino desde el Río de la Plata a los campos
de Soria.
Allí hay casonas pétreas
y una iglesia, una plaza y un paseo y allí se eleva el capricho del indiano
admirable. Yo he entrado en aquel palacete centenario, de suelos de baldosas
hidráulicas y duelas de madera que crujen cuando pisas, y chimeneas de mármol y
una escalera curva de liso pasamanos tan pulido por todas esas manos que han
pasado desde entonces a ahora.
Y tiene unas ventanas de postiguillos grises, que su dueño,
no se atreve a pintar por no alterar la pátina entrañable del tono de los
tiempos. Y por esas ventanas y tras esos balcones se abre el campo de Soria,
ese suave paisaje de lomas delicadas y malvas y amarillos y levísimos verdes de
hojas temblorosas de chopos altivos como hidalgos o como caballeros que velan o
descansan tras luchar con los moros.
Y hay una galería de cristales emplomados que es una solanera
donde estaba el despacho misterioso y sagrado del abuelo, y hay camas altas de
hierro y enormes armarios de caoba y penachos tronchados y una librería con
cuentos ordenados de Verne o de Salgari, de los niños que fueron hace sesenta
años y un desván polvoriento con arcas y colchones y una torre; hay una torrecilla, como un
faro, que cuando abres la puerta de la estrecha escalera, te orea en el rostro el
aire que llega del Moncayo y refresca las tardes.
Y allí se pone el sol, que yo lo he visto, acariciando lomas
negras y azules, derramando dulzura por los montes, plateando el Duero, que
reverbera como la estrellas que aparecen de pronto y titilan en la noche
profunda de la plaza y el silencio.
Allí no llegan ondas y apenas hay cobertura y lo niños
descalzos montan en bicicleta o juegan al fútbol en los campos de la vera del
río extendido entre árboles.
Allí recogen moras o esperan que maduren los frutos en las
ramas para hacer confituras de sabores que guardan en la memoria, o hacen
excursiones o envidan con las cartas en las tardes de lluvia y más de cuatrocientos
“Garcías” de toda España se dan cita en verano para vivir “salvajes” como
antes, el verano de siempre, que donan a sus hijos porque saben que no hay mejor
herencia que esa infancia inmutable de aquellas vacaciones sin relojes, en las
tierras de Soria, en la heroica Numancia, en Derroñadas mítica.
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Una de las escuelas, de entre las muchas obras de caridad con las que beneficiaron a su pueblo |