Así se llama ahora el antiguo convento cuyas estancias abandonaron las monjas hace unos años.
Sólo la mitad está restaurado y la otra en una decadencia que espera mejores momentos.
Entré ayer tarde, en una tibia tarde, ya es primavera en Sevilla, aun antes que en los grandes almacenes. Los naranjos estaban florecidos y me adentre por los jardines solitarios de lo que antes fue clausura. Como no había absolutamente nadie, era como vulnerar el hortus conclusus y sentía ese pudor del que se cuela en un recinto todavía consagrado por la vida pura del monasterio.
Qué belleza remansada en las piedras ruinosas, en la torre románica, en el sonido de los pájaros, en la luz dorada del poniente.
El patio con la fuente de mármol era un lago de silencio, de trinos y naranjos. A él se abren las puertas de las salas de azulejos de arista con dibujos de brocados antiguos venecianos, que tan sevillanos nos parecen hoy. El refectorio en penumbra se alarga con sus bancos corridos, su friso de cerámica, su púlpito labrado, su artesonado geométrico, el suelo pulido de barro y olambrilla.
Nos llegan aún el sonido de las cucharas de madera chocando en los cuenco de loza, entre lecturas pías . Nos vienen a la mente esos bodegones sobrios de Menendez o Sanchez Cotán, un cardo, una vasija, una hortaliza sobre el alfeizar desnudo.
Se suceden las puertas, los arcos, una cruz sobre el dintel al contraluz del patio que se abre al fondo, como una promesa luminosa.
Tanta belleza inesperada me humedece los ojos. Me ha sido regalado inmerecidamnte un instante de fulgor, como si un relámpago iluminase súbito un oscuro paisaje, como si en la caverna nos hubiese sido dado el volver la cabeza fugazmente para ver, in ictu oculi, la realidad de las sombras...