Por cuestiones ajenas a mi
voluntad y para llevar a mi hijo Manolo, fui al Gran Derby Betis-Sevilla.
Es la tercera vez que voy al
futbol en los últimos dos años por la misma razón. No
recuerdo haber ido antes desde los mundiales de naranjito, quizá a algún partido de
España en Bup o COU.
Impresiona ver esa gran multitud voceando unánimemente.
Es casi salvaje, da miedo. Se
percata uno de lo que puede ser capaz una muchedumbre enfervorizada y piensa en las
revoluciones. Nada hay que pueda detener a una marabunta humana, ni las piedras
de una fortaleza medieval como la Bastilla.
Somos gregarios. Esa masa vestida
del mismo color que levanta unas cartulinas que dejaron en los asientos al
efecto, todos a la vez como un solo hombre, son los mismos que vociferan las
consignas de otros, a través de las redes y los medios, todos a una.
Da qué pensar el peligro en el
que estamos sumergidos y lo fácil que es dejarse llevar.
Es un espectáculo bastante
democrático de ahí que sea bastante plebeyo. Es decir, a salvo los palcos
presidenciales, que desconozco, era una masa más ordinaria que otra cosa. Habría
gente distinguida, cómo no, pero oculta en la vulgaridad ambiente. Allí la gente no va a figurar y se nota, esto
es, no hay elegancia, ni distinción. Digo esto porque acostumbrado al público
de los toros del coso de Sevilla, donde va la gente de punta en blanco, la
diferencia es notable. Ni una mujer de gran belleza, como las que suelo ver en la Maestranza. Además es un espectáculo
de hombres, donde priman los hombres. Hay mujeres, pero en gran minoría. No sé
que esperan las feministas para imponer unas cuotas de entrada paritaria, porque
eso no se puede consentir.
Por lo demás es un espectáculo donde
la gente sufre y disfruta. Un señor cincuenton a mi derecha no dejaba de gritar
como un poseso, llegará a casa tranquilísimo tras la catarsis.
El respeto del público brilla por
su ausencia. Cuando se cae uno propio se grita al contrario sapos y culebras,
cuando se cae el contrario se le pone de chupa de domine, por cuentista.
Cuando sale el equipo propio se
le aclama y aquello parece un circo romano. Cuando sale el otro equipo se le
pita e insulta.
Los tacos vuelan por doquier y se
corean - ¡¡Puta Sevillá, Puta Se-vi-llá!! - por niños y mayores. Mi hijo Manolo me
pide permiso y se lo niego, sólo si dice fruta.
En el segundo tiempo leía mi libro electrónico. De pronto un silencio extraño, pregunto qué ha pasado. Ha metido un gol el Sevilla. No se oyó ni un grito de gol. (Por razones de obras no han permitido la entrada a los hinchas sevillistas, que sólo se hallan infiltrados y bien calladitos por la cuenta que les trae, como yo). Cuando lo metió el Betis no tuve que preguntar, fue una locura colectiva.
En fin una experiencia. La gente se lo pasa en grande y bien que hacen.
Por mi parte, no puedo decir que me aburriera,
pero tampoco exulté y eso que ganó el equipo de mis amores que llevo muy dentro
de mi corazón hasta la muerte: Betis 1 –Sevilla 2