Azulejos del zaguán de la casa de mi abuela, hoy en esta azotea desde la que escribo |
Esta noche pasada he tenido un sueño en el que sentido una intensa melancolía dentro del propio sueño.
Volvía a casa de mi
abuela tal como estaba cuando ella murió repentinamente de un
infarto un día de abril, cuando estábamos preparando la feria, hace
no sé, quizá ya 14 o 15 años…
Es curioso que
aparecía ella como siempre, nunca estuvo enferma, y también su
hermana Mercedes, algo mayor, que murió algunos años después. Qué
alegría me dio.
Pero es curioso que
en el propio sueño me decía, sólo cuando se pierde nos damos
cuenta de que eramos felices. Esa normalidad de ir a ver a mi abuela
en su hermosa casa de Utrera cada vez que queríamos.
Pero en el propio
sueño yo me contestaba a mi mismo que eso no es exactamente cierto
porque, ya entonces, yo era plenamente consciente de lo feliz que era allí.
Y es verdad, era para
mi una dicha inmensa llamar a la puerta y escuchar la voz de mi
abuela preguntando quien es desde una mirilla que había en el techo
del zaguán (del hermosísimo zaguán de azulejos pintados con ninfas
y dioses) mirilla que era una loseta con asa que un rincón del comedor
oscuro permitía ver a quien esperaba abajo.
La casa de mi abuela
era todo un misterio y una belleza para un niño de ciudad que vivía
en un piso moderno y confortable.
Para empezar la
mirilla, y las escaleras, y las azoteas y las plantas y los
trasteros, y los arcones llenos de maravillas, libros, ropa,
cortinajes antiguos, oliendo a polvo y humedad: los cuadernos del
colegio de mi madre, libros de texto de los años cuarenta,
breviarios y misales preconciliares, novelas de aventuras... Yo todo lo curioseaba con una fruición de arqueólogo que descubre las tumbas de los héroes cretomicénicos y todo me parecía el summun de lo deseable.
Las cosas bonitas
que llenaban las estancias de aquella casa, lámparas de araña, cornucopias, espejos
con molduras, pañitos bordados primorosamente con fechas marcadas del siglo XIX, la biblioteca con
todos los tomos de piel perfectamente ordenados donde no se podía
entrar, el comedor que nunca se utilizaba con las sillas de
terciopelo y la alfombra con dibujos de roleos, el aparador de la plata, la
vitrina con la cristalería como un ejercito a punto de revista, la galería con los tresillos de damasco, la
antecocina, la cocina con los poyos de azulejos, los balcones, los
cuadros de santos, los miles de cacharritos, porcelanas, bibelots,
reunidos a lo largo de una vida, cajitas de plata, pastilleros
minúsculos, y el olor a jazmín en verano y a alhucema en invierno, los lavaderos, las pilas, los ventanucos, las alacenas…
La habitación de
los trastos, con cajas llenas de juguetes y de TBOs, Mortadelos y
Filemón, de mi tío, todo para nosotros.
Era un continuo
universo por explorar. Nunca quería que llegase la hora de abandonar
aquellas maravillas, montarnos en el coche e irnos escuchando el
odioso carrusel deportivo, con el anuncio recurrente de “bebe
Soberano, es cosa de hombres” y los deberes por terminar.
Sí, aquello era la
felicidad, y yo era plenamente consciente de ello. Ahora que lo he
perdido siento una gran melancolía, en el sueño me afloraban las lágrimas, pero no
por haber desaprovechado los momentos únicos que la vida te regala,
sino porque, la vida es así, no duran eternamente.
El cielo será eso, que dure eternamente. Los momentos plenos, el reencuentro pleno, la belleza plena,
de la que aquí hemos sentido sólo los atisbos. Pero que
iluminaciones más espléndidas, que recobraremos.