lunes, 1 de junio de 2020

La verdadera patria a la que volveremos


Azulejos del zaguán de la casa de mi abuela, hoy en esta azotea desde la que escribo

Esta noche pasada he tenido un sueño en el que sentido una intensa melancolía dentro del propio sueño.

Volvía a casa de mi abuela tal como estaba cuando ella murió repentinamente de un infarto un día de abril, cuando estábamos preparando la feria, hace no sé, quizá ya 14 o 15 años…

Es curioso que aparecía ella como siempre, nunca estuvo enferma, y también su hermana Mercedes, algo mayor, que murió algunos años después. Qué alegría me dio.

Pero es curioso que en el propio sueño me decía, sólo cuando se pierde nos damos cuenta de que eramos felices. Esa normalidad de ir a ver a mi abuela en su hermosa casa de Utrera cada vez que queríamos.
Pero en el propio sueño yo me contestaba a mi mismo que eso no es exactamente cierto porque, ya entonces, yo era plenamente consciente de lo feliz que era allí.

Y es verdad, era para mi una dicha inmensa llamar a la puerta y escuchar la voz de mi abuela preguntando quien es desde una mirilla que había en el techo del zaguán (del hermosísimo zaguán de azulejos pintados con ninfas y dioses) mirilla que era una loseta con asa que un rincón del comedor oscuro permitía ver a quien esperaba abajo.
La casa de mi abuela era todo un misterio y una belleza para un niño de ciudad que vivía en un piso moderno y confortable.
Para empezar la mirilla, y las escaleras, y las azoteas y las plantas y los trasteros, y los arcones llenos de maravillas, libros, ropa, cortinajes antiguos, oliendo a polvo y humedad: los cuadernos del colegio de mi madre, libros de texto de los años cuarenta, breviarios y misales preconciliares, novelas de aventuras... Yo todo lo curioseaba con una fruición de arqueólogo que descubre las tumbas de los héroes cretomicénicos y todo me parecía el summun de lo deseable.

Las cosas bonitas que llenaban las estancias de aquella casa, lámparas de araña, cornucopias, espejos con molduras, pañitos bordados primorosamente con fechas marcadas del siglo XIX, la biblioteca con todos los tomos de piel perfectamente ordenados donde no se podía entrar, el comedor que nunca se utilizaba con las sillas de terciopelo y la alfombra con dibujos de roleos, el aparador de la plata, la vitrina con la cristalería como un ejercito a punto de revista, la galería con los tresillos de damasco, la antecocina, la cocina con los poyos de azulejos, los balcones, los cuadros de santos, los miles de cacharritos, porcelanas, bibelots, reunidos a lo largo de una vida, cajitas de plata, pastilleros minúsculos, y el olor a jazmín en verano y a alhucema en invierno, los lavaderos, las pilas, los ventanucos, las alacenas…
La habitación de los trastos, con cajas llenas de juguetes y de TBOs, Mortadelos y Filemón, de mi tío, todo para nosotros.

Era un continuo universo por explorar. Nunca quería que llegase la hora de abandonar aquellas maravillas, montarnos en el coche e irnos escuchando el odioso carrusel deportivo, con el anuncio recurrente de “bebe Soberano, es cosa de hombres” y los deberes por terminar.

Sí, aquello era la felicidad, y yo era plenamente consciente de ello. Ahora que lo he perdido siento una gran melancolía, en el sueño me afloraban las lágrimas, pero no por haber desaprovechado los momentos únicos que la vida te regala, sino porque, la vida es así, no duran eternamente.

El cielo será eso, que dure eternamente. Los momentos plenos, el reencuentro pleno, la belleza plena, de la que aquí hemos sentido sólo los atisbos. Pero que iluminaciones más espléndidas, que recobraremos.