viernes, 26 de agosto de 2016

De luna de miel, padre guay y un huevo frito con patatas.

Con dos, estamos de luna de miel le digo a Reyes cada día. Los tres mayores en la playa. Qué diferencia, los desayunos y comidas se recogen en un pis pas, no se oyen peleas y la casa es una balsa de aceite. Una balsa en la que además hay espacio para todo. Nosotros en la azotea, los enanos abajo, la luna de verano, uumm...

Ayer me los llevé a la piscina. Lectura, sol y natación hasta que me requirieron para sus juegos. No sé que me pasó, será la miel de la luna, que me salí de los habituales. La barca de turbulencias, el carrusel o la barcarola. A pesar de sus nombres son bastante cafres y procuro hacerlos sin que me riña el socorrista. Estos últimos tienen su soniquete, por ejemplo, el carrusel, el carrusel, quien no se agarra no se queda en él, y trato de expulsarlos violentamente de mis brazos, mientras giro. El robot o Dr Hyde, sólo puedo hacerlo en la playa, donde la gente no me reconozca. Es como un muñeco diabólico que es bueno o terriblemente malo según se le pulse la nariz. Los niños se lo pasan pipa y sienten una mezcla de fascinación y terror.

Como estaba solo con ellos me sentí tentado de inventar algo distinto para distraerlos. El Tiburón, les dije, y los perseguía en el agua para darles grandes dentelladas (pellizcos) en los muslos. Me fui animando y ya pasé a perseguirlos fuera de la piscina, y ese fue mi error. Ya traía una lesión de hace unos días, cuando jugando al baloncesto con mis hermanos en Sanlúcar, rebotes, saltos, ímpetu de veinteañero... olvidé que voy para los cincuenta, y al tirarme de cabeza a por Santi, me dio un tirón  (una rotura fibrilar del gemelo izquierdo) que ví-veo las estrellas.
Eso pasa por ser un padre guay. Lo tengo merecido. Los padres donde deben estar es en la hamaca, leyendo y con gesto de reconvención permanente, porque permanentemente hay que estar reconviniendo. El bobo que se excede, como yo, ahí tiene las consecuencias.

Cojeando cenaron en el Burguer King. Con dos todo es más fácil. Así no hay que hacer cena. Reyes y yo, con ellos ya ahítos y manchados de helado, nos fuimos a una abacería cerca de casa. Curiosamente antes era una estupenda tienda de antigüedades, de mal recuerdo para mí. Mientras tomaba mi botellín fresquito, sentado junto a la cristalera, me acordé que ese era el escaparate donde descubrí una "Inmaculada" del XVII, que mi abuela había prometido que sería para mí, y por azares familiares, acabó allí, casualidades de la vida, al lado de mi casa, vendida al mejor postor.
Pedí una bolsa de patatas y me pregunta la chica, muy mona ella, la verdad, que si quería sal de huevo.
Pásmense (si no la conocen), era una sal del Himalaya- me explicó- y talmente como si uno estuviera mojando las papas en el huevo frito.

Tras el segundo botellín, Pilar había partido una servilleta en miles de pedazos esparcidos por el suelo, que mandé recoger.

Reyes, paga, que voy saliendo con estos dos potros. Ella llevaba la tarjeta, yo ni un duro.


Adiós, le dije entre la bulla a la gentil camarera, muy buenos los huevos con patatas. Se quedó un instante sorprendida de que me fuese sin abonar la comanda, aunque la saqué pronto de su error, dándome el gustazo de decir desde la puerta ¡que hoy paga mi mujer!

sábado, 13 de agosto de 2016

Cuestión de matices

Se quejan todos, especialmente Manolito, de que no les dejan nadar en la piscina unas "viejas gordas"... Comprendo perfectamente que se refieren a esas señoras impertinentes que siempre ha habido y eternamente habrá, que no quieren que les salpiquen ni les molesten los niños, estropeándoles la peluquería. No obstante, nos escandalizamos y exigimos respeto a "las personas mayores" y le afeamos esa manera de hablar.
Sin embargo ellos no transigen con la injusticia y declaran que llegaron antes y ocuparon sus calles para nadar mucho antes que esas "ancianas obesas".

miércoles, 10 de agosto de 2016

Rua das janelas verdes


Íbamos a Pontevedra y paramos en Lisboa. En la Rua das Janelas Verdes, un hotelito discreto y precioso. Se trata de un  antiguo hospedaje, fundado allá por la segunda mitad del XIX por una pareja de damas inglesas que se instalaron en un antiguo convento carmelita desacralizado por el marqués de Pombal, junto a la residencia de un pastor protestante, que vino a convertir a los lisboetas. Da para una novela.

Pasillos larguísimos con suelos de madera gruesa y pulida. Muebles y aparadores de roble. Una salita inglesa desde donde se vislumbra un retazo del mar entre las fachadas de azulejos de las casas de enfrente.

Mucho silencio. Una terraza con flores y plantas y el suelo de piedra. La casa tiene algo de laberinto y parece hecha de piezas inconexas.

La rua es tranquila y en la puerta del hotel, para descargar las maletas, el mozo nos dice que paremos allí sin problema, en medio de la rua, por la cara, ocupando el carril. Los portugueses no se enfadan y esquivan mi coche cuando el otro carril queda libre. Nadie pita, nadie se extraña, nadie me grita. Me fui y aparqué en una zona azul, donde el parquímetro estaba estropeado y me dijeron que no tenía que pagar.  Al partir del hotel al día siguiente ya cargué sin ningún pudor y ninguna prisa. En medio de la calle. Los portugueses ni me veían y pasaban por el otro lado, comprensivos y amables. En España, tan legalistas nosotros, nos hubiésemos desgañitado mentando a la madre del que osase interrumpir la calzada y habría tenido que transportar maletas y equipaje desde el fin del mundo antes que interrumpir la sacrosanta circulación.

Cuando salía para Oporto pregunte a un guardia local. Estaba a 50 metros de la dirección correcta, pero tenía que pasar por un carril reservado a transporte público. Me dijo que pasase que si no me iba a perder dando vueltas, estando tan cerca… Igualito que en España, donde me hubiesen mandado a la chimbamba, con niños y maletas incluidos, antes que infringir la norma, cuya misión es no colapsar el carril de autobús, cosa que yo no iba a hacer,  pero no importaría, la norma es la norma me hubiese indicado algún policía ufano y cerril. La tiranía de la sensatez…

Prefiero Portugal, su campechanía y el insensato desenfado de la calle de las ventanas verdes.