Con dos, estamos de luna de miel le digo a
Reyes cada día. Los tres mayores en la playa. Qué diferencia, los desayunos y
comidas se recogen en un pis pas, no se oyen peleas y la casa es una balsa de
aceite. Una balsa en la que además hay espacio para todo. Nosotros en la
azotea, los enanos abajo, la luna de verano, uumm...
Ayer me los llevé a la piscina. Lectura,
sol y natación hasta que me requirieron para sus juegos. No sé que me pasó, será
la miel de la luna, que me salí de los habituales. La barca de turbulencias, el carrusel o la barcarola.
A pesar de sus nombres son bastante cafres y procuro hacerlos sin que me riña
el socorrista. Estos últimos tienen su soniquete, por ejemplo, el
carrusel, el carrusel, quien no se agarra no se queda en él, y trato de
expulsarlos violentamente de mis brazos, mientras giro. El robot o Dr Hyde,
sólo puedo hacerlo en la playa, donde la gente no me reconozca. Es como un
muñeco diabólico que es bueno o terriblemente malo según se le pulse la nariz.
Los niños se lo pasan pipa y sienten una mezcla de fascinación y terror.
Como estaba solo con ellos me sentí
tentado de inventar algo distinto para distraerlos. El Tiburón, les dije, y los
perseguía en el agua para darles grandes dentelladas (pellizcos) en los muslos.
Me fui animando y ya pasé a perseguirlos fuera de la piscina, y ese fue mi
error. Ya traía una lesión de hace unos días, cuando jugando al baloncesto con
mis hermanos en Sanlúcar, rebotes, saltos, ímpetu de veinteañero... olvidé que
voy para los cincuenta, y al tirarme de cabeza a por Santi, me dio un tirón
(una rotura fibrilar del gemelo izquierdo) que ví-veo las estrellas.
Eso pasa por ser un padre guay. Lo tengo
merecido. Los padres donde deben estar es en la hamaca, leyendo y con gesto de
reconvención permanente, porque permanentemente hay que estar reconviniendo. El
bobo que se excede, como yo, ahí tiene las consecuencias.
Cojeando cenaron en el Burguer King. Con
dos todo es más fácil. Así no hay que hacer cena. Reyes y yo, con ellos ya ahítos
y manchados de helado, nos fuimos a una abacería cerca de casa. Curiosamente
antes era una estupenda tienda de antigüedades, de mal recuerdo para mí.
Mientras tomaba mi botellín fresquito, sentado junto a la cristalera, me acordé
que ese era el escaparate donde descubrí una "Inmaculada" del XVII,
que mi abuela había prometido que sería para mí, y por azares familiares, acabó
allí, casualidades de la vida, al lado de mi casa, vendida al mejor postor.
Pedí una bolsa de patatas y me pregunta la
chica, muy mona ella, la verdad, que si quería sal de huevo.
Pásmense (si no la conocen), era una sal
del Himalaya- me explicó- y talmente como si uno estuviera mojando las papas en
el huevo frito.
Tras el segundo botellín, Pilar había
partido una servilleta en miles de pedazos esparcidos por el suelo, que mandé
recoger.
Reyes, paga, que voy saliendo con estos
dos potros. Ella llevaba la tarjeta, yo ni un duro.
Adiós, le dije entre la bulla a la gentil
camarera, muy buenos los huevos con patatas. Se quedó un instante sorprendida
de que me fuese sin abonar la comanda, aunque la saqué pronto de su error,
dándome el gustazo de decir desde la puerta ¡que hoy paga mi mujer!