Para evitar caravanas hemos venido de pasar el fin se semana en Sanlúcar justo después de comer, y nos encontramos con una Sevilla vacía a 40 grados y una tarde estupenda para no hacer nada y estar en casita con el aire acondicionado.
He leído, he escrito, me he tomado un vaso se leche frío que estába en la nevera desde el viernes, por no tirar nada, con un trozo de bizcocho de Mercadona, como si lo hubiera hecho la tata.
La casa está silenciosa y en penumbra, dos niños en el campeonato de España de piragüismo y los tres mayores preparando sus mochilas para la JMJ. Se extiende el tiempo de una manera lenta, ya tenemos hasta la misa oída, así que me levanto y voy a mi azotea. Tengo que regar las gitanillas que no tienen goteo. Una bofetada de calor me recibe. Es la azotea que da nombre este blog medio abandonado, y se orienta al oeste donde se pone el sol que pega inmisericorde.
Dos rosales, pobres, los cambié de sitio y se me olvidó regarlos sólo tres días y se agostaron, están las flores secas como sacadas de un libro romántico, sin vida, los tallos largos con las espinas agresivas pues las hojas secas no las cubren. Parecen esqueletos. Qué tristes, entre las frescas glicinias y los rosales sevillanos asoman y parecen gritos desolados. Las recortó, y dejo los tallos verdes que van a resurgir, como un antiguo quinto que va a la mili.
Riego y regreso a la frescura del salón con su aire a 22 grados. Silencio. Un sordo rumor del aparato que hace aún más fresca la soledad ambiente. Me acuerdo de este blog, porque he ido a la azotea y escribo esta entrada que no sirve absolutamente para nada, pero me gusta haberlo hecho.
Qué silencio, qué a gusto en verano a cuarenta grados en Sevilla.