Rosina vestía igual que una dama de Paris o Londres y el Dr.
Bártolo llevaba una casaca propia de los señores del siglo de las luces. Fígaro
iba a con el traje popular de los majos españoles.
¿Pero si no había flamencas, ni toreros, ni sombreros de ala
ancha donde estaba Sevilla?
Sevilla estaba en los esterones de esparto, en los naranjos
del patio, en la butaca de la siesta y sobre todo en la luz.
Carmen Laffón y Ana Abascal, el arquitecto Juan Suarez y el director escénico José Luis de Castro, han recreado una Sevilla
refinada, autentica, clásica y bella sin necesidad de tipismos y trillado folklore.
Cuando termina la obra salimos con la certeza de que nos
hemos adentrado en la Sevilla profunda, como si hubiésemos visitado de verdad
una casa hispalense de toda la vida.
Ana y Carmen con gran sutileza han recreado un ambiente, y
consiguen adentrarnos en la mejor Sevilla, que es la que se cuela por los
balcones al abrir los postigos de las ventanas, la que se vislumbra en la
franja celeste del cielo de primavera, la de las calas blancas en los
alcorques, la de la línea de sombra que disminuye sobre la fachada de frontón partido
y los suelos empedrados.
Está todo cuidado al milímetro. Hay quien dirá que el
público no percibirá esos detalles desde la lejanía, pero no es cierto, aunque sin
ser plenamente conscientes, todos imperceptiblemente sienten la sutileza de la porcelana
autentica del juego de café, del escritorio portátil de madera antigua, de las
bandejas de plata, los candelabros, el juego de bolillos con el que se
entretiene la criada, el pequeño bargueño taraceado y la banqueta torneada del
dieciocho.
Todo crea esa atmosfera exquisita, delicada, de gran
refinamiento, que es el regalo que nos hace la artista, que conoce los juegos
secretos de la luz y los colores.
En la seda rameada del traje de Rosina, en los galones de
oro viejo del anciano mayordomo, en las cofias y delantales rizados de la
servidumbre, en las hebillas de plata de los zapatos… en todo ello, el gusto y el
esmero de Ana Abascal se hace patente.
Cuando al abrirse el telón aparece ese gran cuadro del río y
la ciudad con sus torres entre brumas, cuando los focos van transformando los
tonos al compás de la alegre música de Rossini y el río y el cielo se confunden
en suave cromatismo, ya sabemos que toda la obra será un puro deleite, como así
fue.
Los cuadros de las santas de Espinal o la Joven de las Rosas de Murillo o los mendigos de Núñez de Villavicencio, bien podrían haber colgado, como lo hacen, de las paredes de esos salones...
Sé que han estado atareadísimas durante los días previos:
los acantos que crecen al pie de la tapia han tenido que solicitarse a “Parques
y jardines” porque no se encontraban en los viveros, se han traído pequeños
objetos de sus propias casas, el chal de cachemira que reposa en la silla, le
delicada copa, los objetos minúsculos… todo confluye hacia la perfección.
Además la música, de ese bon vivant que fue el gordo de
Rossini, la alegría de vivir, el juego, el buen humor, las trapisondas de Fígaro, las voces, y el coro y la orquesta,
hicieron que pasásemos una noche memorable.