Era Ángela una señora espléndida, alegre, optimista y fuerte.
Con ella se va una generación, justo la anterior a la del
mayo del 68. Aquella que todavía vivió en la infancia los coletazos de la
guerra y la postguerra y nunca jugaron a ser héroes de falsas barricadas porque
sabían de primera mano lo que cuesta conquistar el sosiego de la vida
ordinaria.
Era una mujer de una gran belleza, que ha conservado a lo
largo del tiempo, a pesar de los años. Iba peinada siempre con el pelo recogido de un
modo elegantísimo, parecía una actriz, una rubia distinguida de los
años cincuenta, una fascinante dama de Hitchcock.
Tenía la voz un poco ronca, la de esas señoras cautivadoras
que fuman con un estilazo.
Porque si de algo podía presumir era de su innegable atractivo.
El mismo que han heredado todas sus hijas.
Ella y Juan Antonio eran una pareja seductora. Quiero decir,
de un fuerte carácter, unas firmes convicciones y un entusiasmo y vitalidad
inigualables.
Amigos de mis padres desde que yo tengo memoria, recuerdo las
tertulias en el salón de casa, los sábados por la noche cuando regresaban de
cenar en algún restaurante de moda. Juán siempre tomaba un whisky, que a mí me
parecía algo fascinante, muy entre John Wayne y Humphrey Bogart y fumaban, entonces
todos fumaban, y entre la envolvente de espirales de humo discutían
apasionadamente sobre la incipiente democracia y el futuro de España.
De aquella casa en el Heliópolis recuerdo el continuo subir
y bajar de escaleras de sus nueve hijos, el
pasamanos de madera y el olor de jazmines del patio.
Era una Sevillana de pro, criada en la calle Acetres,
cerca de la casa donde nació Cernuda y de la esquina donde habitó Turina
y eso se le notaba, porque nadie en la feria sabía llevar un mantón de Manila
con el garbo de Ángela, esas piezas maravillosas que heredó y bordaron con grandes flores para la exposición del 29.
Abro el álbum de fotos, encajadas por los ángulos en celofán
y veo, con el tono desvaído de los primeros revelados en color, a unos jóvenes matrimonios,
en unos de esos periplos que hicieron por Europa. El mítico viaje al congreso en
Varsovia: de Sevilla a Copenhague en un R-8, y veo a Ángela y Juan Antonio, delante de un viejo Citroën
y al grupo de los médicos que todavía conocieron el antiguo Hospital de la
Sangre, el de los últimos, serios y solemnes catedráticos y el de las monjas por los
pasillos. Están felices, jóvenes y eternos.
Se ha ido Ángela, pero cada vez que la recuerde, será un
dulce, hermoso y jubiloso recuerdo.
Su herencia es una familia numerosa, excelente, singular, encantadora,
como lo ha sido ella durante toda su vida y lo seguirá siendo en el Cielo.
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