Las flores silvestres que tras la lluvia han brotado de golpe al borde de la carretera, no me dejan circular en bicicleta camino del trabajo. Margaritas, campanitas moradas o el recurrente “amarillo jaramago” de los versos de Rodrigo Caro, me asaltan cada mañana. Los cerros de Itálica se divisan en lontananza. Si profundizásemos al borde del camino no sería extraño tropezar con una efigie perdida de mármol o los secos huesos de patricios retirados tras luchar en las Galias.
Este campo ha florecido tarde, pero impetuosamente, reclamando sus fueros frente al asfalto gris.
Unas plantas cuyo nombre desconozco me retrotraen a tiempos del colegio, son como ramitas altas de las que penden pequeños dardos. En el recreo hacíamos guerras, cerrábamos el puño por debajo del tallo y lo arrastrábamos hacia arriba, quedando un racimo apretado de flechas minúsculas que iban a parar a los jerséis del compañero, donde quedaban prendidos, titilando.
Incluso ahora, a veces no me resisto a la tentación y haciendo alguna pirueta impropia de mi edad alargo el brazo en bicicleta y trato de desnudar uno de esos tallos, lanzándolas después al aire de la mañana. A veces lo consigo…hasta que un día me la pegue
Pero a lo que iba, las altas ramas silvestres, tan hermosas, tan humildes, tan jóvenes, tan bellas, tan frescas… ¡qué paradoja si se convirtiesen en instrumentos del mal! Tuvo un accidente porque las flores no le dejaban circular por el arcén. ¡Qué penoso!
Aún así, no voy a dar un rodeo. Cuando amanece es un deleite pasear entre el naranjal aun dormido, cuajado de azahar y rocío mañanero y las ramas de primavera que entrechocan con los pedales.
Oye, qué grandísima prosa.
ResponderEliminarEl naranjal aún dormido, qué bien visto.
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