Con cierta envidia, estoy leyendo una compilación de las colaboraciones que Eugenio d'Ors publicaba semanalmente en un periódico en la sección de "Gran Mundo". Ese sólo nombre lo dice todo. Es de una exquisita e ingeniosa frivolidad.
Digo con cierta envidia porque no acierto a comprender como podía estar en todos lados a la vez: en la inauguración de exposiciones de vanguardia, en la recepción de una embajada, en las aristocráticas fiestas de los dorados palacios madrileños de la belle epoque, entre artistas de prestigio, esquiando en los Alpes... Se carteaba y codeaba con artistas e intelectuales españoles y extranjeros... y además escribía, y bien, y daba conferencias y viajaba por el mundo...
Y yo, mientras parto cebolla en la cocina y me salta en los ojos, mientras le pongo el pijama a los niños y limpio la nariz a la pequeña, pienso en esa vida regalada y hermosa.
En el sofá Pilar se ha dormido, su pie descalzo descansa sobre mis rodillas, le beso la planta y sus dedos, todavía de recién nacido, sobresalen encogidos, como una hilera de garbanzos asustados, (cuando se estilizan, oh, ya dejan de ser bebés), y me cosquillean bajo la nariz. Entonces ni las perlas irisadas de las más bellas damas me enturbian el pecho, ni los dorados techos en jaspes sustentados y todo eso...
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