Cuando llegué el pasado viernes a Alcoutín para una ponencia, el pequeño pueblo portugués estaba rodeado de niebla y encima, conocedor de que llevan una hora de diferencia llegué, equivocadamente, una hora… ¡antes! (que sumaban dos).
Tan temprano, el castillo, donde se celebraban las jornadas, en lo alto vacío, todo gris, ni un alma... ¿Dónde está el pintoresco pueblo que me dijeron? ¿Donde el rio que lo cruza? Incomunicado, el móvil no tenía cobertura fuera de España, ni internet. La pequeña iglesia encalada cerrada a cal y canto, los cafés con las sillas apiladas aún. Todo gris, húmedo y brumoso.
Yo sabía, porque me lo habían dicho, que tras la espesa niebla había un gracioso paisaje, que desde las murallas debería verse el pueblo, y las barquitas de colores y España al otro lado.
A mediodía lo comprobé con mis propios ojos. El cielo estaba contento, por limpio y fresco, y lo gritaba al aire azul y a la tierra y al campo y al río y las casitas blancas que se arremolinaban felices en las laderas a ambos lados del agua.
A veces sólo la fe nos salva. Aunque sólo veamos nubes, hay que creer. Tengamos la certeza entonces de que hay una realidad oculta y bella, ahí, muy cerca, que casi podemos tocar y que veremos tal cual es cuando se disipe la niebla
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