El sábado pasé por una casa ruinosa.
Nunca imaginé que pudiese ver esa casa semiderruida. Para el niño que fui, esas habitaciones inmensas, esos techos altísimos, esos patios umbríos, esas altas azoteas, eran eternas, como lo eran los padres, los abuelos, que siempre habían estado allí. ¿Por qué nada había de cambiar? Todo debía permanecer, porque todo estaba bien. Todo debía renacer cíclicamente como siempre florecía el jazmín leñoso que ascendía desde el jardín de abajo para perfumar todos los veranos. Ese jazmín cuyas flores flotaban en un cuenco de plata en la mesilla de noche o sobre la cómoda de la galería y dejaban un olor pesado, profundo, íntimo en la habitación cerrada. Ese olor que está tan unido a las noches cálidas en esa azotea que cuando lo presiento, cierro los ojos y me transporto a unos atardeceres alegres, correteando por una casa habitada, con las sillas sacadas al fresco, donde los mayores toman un café y charlan de sus cosas mientras el niño juega o explora el desván polvoriento donde hay baúles con libros viejos, cortinas ajadas, braseros oxidados, y un sin fin de objetos en desuso llenos de misterio y polvo.
-¡Cuidado con mancharse !- Siempre nos reprenden- ¡bajad ya, que ahí no hay más que cachivaches!. ¿Cachivaches? Habrá algo más emocionante que esos arcones donde reposan los sombreros viejos, botes de cristal, un microscopio de la antigua farmacia, la bicicleta de hierro, la mecedora rota, las cajas de lata con estampas de primera comunión de Dios sabe quien, de fotos en blanco y negro sobre duro cartón con el sello grabado del retratista, donde esa niña vestida de blanco nos mira asustada desde lo alto de su caballito, con un gran sombrero y un lazo, o esas de bodas con la novia vestida de negro porque aún había luto en la casa por un padre que murió hacía ya tantos años...
Era la antigua casa de mi madre, donde cada Domingo, mis hermanos y yo tomábamos nuestra merienda favorita. Era la casa de mi abuela, siempre llena de aventuras y siempre inexplorada.
Se vendió hace pocos años. La crisis inmobiliaria paró la reforma y allí está esperando con el cielo por techo, entrevisto por los cristales rotos, polvorientos, que vengan mejores tiempos. Pero ya no será lo mismo. Ya no serán los nuestros.
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