Aunque sigo en la misma
Consejería he cambiado de puesto, y ahora voy caminando cada día al trabajo.
A cinco minutos de casa, ya sólo
esto justifica el cambio. La suerte de pasear por la zona más bonita de
Sevilla, que, aunque me tomen por chauvinista, es decir del mundo.
Esta mañana, el sol se colaba por
las calles estrechísimas del barrio de Santa Cruz, de la antigua judería, y se
reflejaba en un suelo mojado, tras días de lluvia oscura.
En los charcos se miraban
los aleros de las casas, los balcones de forja. Tanto fulgor de sol y espejos
me cegaban. Las farolas de brazo, pegadas a los muros, parecían absurdas, blancas
al trasluz, por un sol que avasallaba a las tristes bombillas, y se elevaba,
triunfante, a un cielo azulísimo y limpio y claro.
La calle vacía aún. Detrás un
muchacho con un carro pregonaba, como hace siglos- ¡recojo los hierros viejos!-
Como en las mil y una noches -¡Cambio laaamparas nuevas por viejas…! parecía
que iba a aparecer la mujer de Aladino de un zaguán.
El soniquete era el mismo de siempre, el del
que vendía cisco picón antes de la Guerra, el del que reparaba paraguas, el
lañador de pucheros o el que repartía alhucema fresca del Ocnos de Cernuda; el
anacalo que llevaba el pan a hornear de Azorín, pero actualizado, porque
continuaba, con el mismo son: ¡ordenadores, lavadoras, secadoras microooondas!
Los patios se abren, prometedores,
tras las cancelas, con las plantas frescas y chorreantes aún, con los canalones
desaguando las lluvias rezagadas de la madrugada.
El sonar de las últimas gotas, el
trino de los pájaros mañaneros, el grito del pregón que me persigue y las
persianas de los cafés que se levantan chirriantes, me hacen sentir,
intensamente, agradecidamente, la vida.
No hay comentarios:
Publicar un comentario