Son los maestrantes unos señores muy serios y circunspectos
Que llevan unos trajes siempre
sobrios y unas corbatas que jamás transigen con los colores del mundo.
En realidad, no transigen con casi
nada del mundo y de sus modas, gracias a Dios, y son un reducto de buen gusto
en este mundo nuestro tan ordinario.
Como tienen que demostrar cuatro
apellidos, por lo menos, que confirmen que llevan sangre noble por los cuatro
costados, sangre de aquella que derramaron sus tatarabuelos en la guerra contra
los moros al reconquistar Sevilla, eso les garantiza tener unas manos sin
callos y unos modos distinguidos y displicentes.
Habrá después de todo, como es
lógico, y los habrá listos y lerdos, pero como corporación flota sobre ellos un
halo de distinción, fruto de los siglos, que se superpone a la individualidad.
Digo esto porque el otro día fui
de visita a la casa de la Maestranza, anexa a la Plaza de los Toros.
Es entrar en un mundo casi
extinto, donde el ruido externo queda apagado, como los pasos sobre las
alfombras de la Real Fábrica. Donde las lámparas de la Granja relucen
esplendentes sobre los cuadros y tapices y al abrirse las ventanas entra la luz
del rio Guadalquivir, que juega con el dorado de los marcos de los retratos de
los reyes antiguos.
Son estos maestrantes, como
guardianes de unas costumbres añejas, que a pesar de venir en moto hasta la
puerta, cuando cruzan sus umbrales, se revisten de la solemnidad de los salones
suntuosos y todo lo piensan y meditan, y todo los miden y sopesan
minuciosamente, de modo que nada, nada, se salga de los cánones y las medidas
que han impuesto los siglos lentamente, y así, todo en la casa es un cúmulo de
delicadeza exquisita, de cuidadosa recreación de lo mejor del pasado.
La biblioteca, con los tomos de
piel encuadernados en colores, el despacho del Rey con el sillón de oro y los
retratos de los Tenientes sobre la seda de las paredes, las fotos dedicadas de
infantes y reinas en blanco y negro, la salita donde la Condesa de Barcelona invitaba
a sus intimas a tomar el té cuando venía a Sevilla, con sus muebles coquetos y
los retratos al pastel de González
Santos de sus hermanos, como ese joven rubio que mataron en la guerra.
En fin una gozada, pasear por la
casa maestrante.
Ay, si la misma delicadeza y
sensatez con que cuidan los maestrantes sus cosas se diera en la gestión de la ciudad de
Sevilla, otro gallo nos cantaría, no habría ni Setas, ni extravagancias varias.
Todo sería, como en la plaza de los
toros, como tiene que ser.
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