Es Ojén un pueblecito blanco de la sierra malagueña. A cinco minutos de la famosa Marbella, se conserva ajeno a la modernidad.
Sus calles estrechas y empinadas están llenas de plantas que entrechocan de una pared a otra.
Hoy paseábamos por ellas y cuando las rozábamos caían los goterones de las buganvillas y los jazmines porque había llovido.
En la plaza de la iglesia, una fuente de cinco caños frescos y caudalosos mana ininterrumpidamente desde hace siglos. Agua de la sierra. La Virgen del Pilar es la patrona de este minúsculo pueblo andaluz. Estaban en feria. Unas cadenetas de papel rizado engalanaba las callejuelas haciendo un zig.zag. La gente muy arreglada. La misa de doce llena de señoras con sus mejores galas. La niña vestida de gitana, con cuatro o cinco años, y unos tacones rojos lleva las ofrendas, su madre le ayuda y porta, a su vez, una bandeja con un tricornio de charol y una bandera de España. Las canciones a María son muy de monjas antiguas. Al final cantan ese himno a la Virgen del Pilar que parece un romance de ciegos secular. Como buena misa de pueblo, todos desafinan y es muy emocionante.
Las imágenes de los altares laterales, por decirlo suavemente, tremendas. Un santo de escayola policromada, truculento, con la cabeza en la mano, que chorrea sangre, la una y la otra. Flores de trapo.
Me acerco al pequeño paso de la Virgen del Pilar. La iglesia está casi vacía. Necesitan ayuda para bajarla del presbiterio y arrimo el hombro a uno de los brazos de las andas. Una vez abajo continúan por el pasillo adelante y sin interrupción, salen en procesión a la calle, así que me encuentro en la plaza Mayor, meciendo a la Pilarica a los sones del Himno de España, entre aplausos, vítores y vivas, y el pasmo de mi familia, que esperaba en la puerta y que, como yo, no sale de su asombro.
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