domingo, 13 de septiembre de 2015

ESTA NOVIA TAMBIÉN DIJO SÍ.

La última semana ha habido cierta expectación y ajetreo en casa.

Se trataba de una boda especial, ya que es el segundo sobrino de Reyes que la celebra, y era la primera vez de muchas cosas. Mis hijos, como primos ya mayorcitos, tenían cierto protagonismo. Reyitas a sus trece años ya no iba vestida de niña pequeña. Los dos mocosos llevaban los anillos y las arras, para lo cual tenían planchados unos trajes de plumetti (creo que se escribe así) blancos y vaporosos y unos zapatos como de bailarinas teñidos del color a juego con los fajines. Todo ello era objeto de las burlas de Manolito, al que no le cabía en la cabeza que el pobre de Santiago tuviera que llevar tal cosa, “de niña”- aunque él no decía precisamente eso. Este a su vez ayudaba en misa, junto a su primo Alberto, y D. Adolfo los había aleccionado sobre cuando habían de tocar la campanilla, llevar las vinajeras, y hacer reverentemente la genuflexión en el momento oportuno. (¡Aquel trueno vestido de niño bueno! Pensaba para mí, parafraseando al poeta)

Este D. Adolfo, es el sacerdote que caso a los padres del novio, bautizó a este, y ahora lo casaba.
También me dio catequesis a mí, y me impartió la primera comunión en el colegio, hace ya algunos años… como unos cuarenta, pero ahí sigue, al pie del cañón o del altar, para ser exactos.

Alvaro, el novio, fue a su vez "monaguillo, de mi propia boda hace quince años. ¿Lo será su hijo en la boda de Manolito dentro de otros tantos?

El novio, muy serio, con su primo, en mi propia boda.

Sombreros, tocados, trajes, colgaban el día anterior de una percha corrida instalada en mi habitación. Todo tan pulcro y cuidado que a Manolito le sugería las más truculentas ideas: ¿te imaginas- me decía contemplando tal aparato- que tiramos el Cola-Cao encima o que cuando esté dormida le pintamos las uñas de morado y le damos la boda a mamá? ¡No, hijo, ni me lo imagino!
La iglesia del Santo Ángel está al lado de casa, así que fuimos andando toda la familia formando un conjunto pintoresco. Entre los turistas y la abigarrada multitud de la calle Sierpes, cruzábamos la gran comitiva de los siete. “ Ya viene, oro y hierro, el cortejo de los paladines” cantaba el exótico modernista, pues algo así- me figuraba yo- pero sustituyendo lanzas y armaduras por sombreros y floripondios…

La ceremonia fue emocionante acompañada por un coro esplendido.

A la entrada y salida las señoras entrechocaban sus pamelas, en una lucha inútil por alcanzarse las mejillas. Yo opté por besar las manos de mis cuñadas antes que arriesgarme a alterar el perfecto equilibrio con el que estaban organizadas sobre sus cabezas alas, plumas y tocados, que nada tenían que envidiar al concierto celeste de las esferas cósmicas con sus satélites y sus planetas…

No se han dado el beso, me comentaría después Manolo, que lo vio todo desde el presbiterio, muy formal. Le tuve que explicar que, a pesar de las películas americanas, no forma parte ineludible del rito católico romano y que, aún así, el matrimonio es perfectamente válido.

La lluvia de arroz que puebla las mentes infantiles o los “cañones de pétalos de trapo” que ven mis hijos explosionar a la salida de las bodas de la iglesia del Salvador, cabe casa, también la esperaron en vano y les supuso una desilusión, como la del beso o, qué se yo, las latas atadas al coche y el letrero con globos de recién casados…

Tras la ceremonia, la ristra de invitados fuimos caminando al cercano palacete de la celebración.
Es este un edificio muy interesante, desconocido para el gran público, ya que no se celebran eventos en él, ajenos a la familia.

Tenía por ello, el sabor y la fruición de poder adentrarnos en patios y salones secretos que normalmente tenemos vedado el común de los mortales. A uno le gusta especialmente conocer estas mansiones, cuando aún viven en ellas los propietarios y no se han convertido todavía en sedes de fundaciones, bancos o fríos entes gubernativos, que los despojan del encanto y la pátina de los siglos. 
Como nos decía el propietario, que nos acompaño, a unos pocos, a los salones de arriba, el solar lo ocupa la familia desde las particiones del Rey San Fernando.

Aunque, en solar tan antiguo, el edificio no lo es, ni mucho menos, tanto. Se trata de un capricho historicista del marqués de entonces, fines del XIX, que quiso hacerse un palacio florentino renacentista en pleno centro de la Ciudad. Y a fuer que lo consiguió. Y allí que te ves una pedazo de torre, que ni la de la Signoría, un patio con ventanas geminadas y estucos de candelieris y guirnaldas floreadas, unos mármoles polícromos y hasta un replica exacta de la “barcaccia” berninesca en medio del gran recinto.

Claro, que ver todo eso, en pleno centro histórico, adornado con velas y ramos de rosas, con el toldo corrido, y otorgando al ambiente una luz de oro y sueño, hay que decir, que impresiona.


Comedor ruso
Pero no tanto como cuando, en la “salita” que comunica con el comedor de paneles tallados, (adquirido por un antepasado de la familia, a un príncipe ruso arruinado por la Revolución) nos topamos con un cuadro, que a todas luces imitaba a la perfección un Greco. Un crucificado maravilloso, de fondo tenebrista, cuerpo lánguido y tembloroso, cerúleo y descarnado, esplendente sobre la trágica tormenta. La imitación era tan pasmosa, que pronto comprendimos el porqué, se trataba de un auténtico Greco.
Nos informaron de que acababa de llegar de la magna exposición del centenario Toledano de hace unos meses y está recién restaurado. Su propietario nos dijo que allí estuvo enfrentado a otro similar del Louvre, pero que, no tenía más remedio que reconocer, y lo decía con sencillez e intima satisfacción “el de casa era mejor”.

Como la música sonaba sin recato entre los venerables muros del patio, bajamos de nuevo a la barahúnda que tenía formada el disyei, como ahora dice la nueva generación a lo que la nuestra llamaba disyoquei y la anterior pincha discos










La copa en el patio de los bambúes gigantes fue exótica y excelente, el menú inmejorable y el postre de chocolate, espléndido, como la compañía de mesa. Mi sentido del decoro y mi exquisita educación impidieron que en un arranque de valentía y desvergüenza pidiese repetir el postre, lo cual ahora lamento amargamente.

Bailamos hasta la medianoche, como la cenicienta, aunque no precisamente valses y polkas. Hubo momentos cumbres, como cuando mi cuñado "Juanito" que frisa los sesenta, se lanzó a  bailar un twist con la agilidad y frescura de los veinte años, dejandonos a todos literalmente pasmados. A su vez,  Bosco y María, matrimonio respetable y de reconocido buen nombre en la sociedad sevillana, así como padres de numerosa prole, me reconciliaron conmigo mismo, porque he de confesarlo, hicimos el payaso juntos, y creo poder afirmar que se lo pasaron tan bien como nosotros. 

Mis hijos quedaron alucinados, pero oye, ¡un día es un día!

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