lunes, 30 de marzo de 2015

Otro Domingo de Ramos.


Desde que abro las ventanas al cielo azul, azul de la mañana hasta que cierro el balcón porque acabo de arrastrar la vista por el manto largo, cadencioso, de la Virgen del Socorro, donde, entre la hojarasca bordada de oro, se quería quedar enganchada para no abandonarla, han pasado sólo unas horas, pero tan intensas, tan preñadas de sensaciones que parecen siglos. Esto no es exacto. Es como si en un paréntesis hubiésemos estado fuera del tiempo. Porque estamos viviendo acumuladas todas las semanas santas pasadas. Porque es denso cada segundo. Cada instante lleva en sí el poso de los años y de mi memoria.

El olor a incienso y la nube vaporosa que nos difumina la cara de la Virgen, llorosa como la candelería, me llega de muy lejos, desde que estaba en brazos de mi padre.
Él está muy presente y me acompaña en el balcón cuando veo la salida de la Borriquita o la entrada impresionante del Cristo del Amor.

Como una perla, se han ido acumulado capas, como la bola de cera que empezamos siendo niños, se han ido derramando sobre el núcleo purísimo de la ingenuidad infantil todas esas emociones y han cuajado en una gema de nácar que la preserva en su interior y ahora, al son de la marcha fúnebre, del vaivén del palio que se aleja, del crujido del paso de Cristo en el silencio, afloran en irisaciones indescriptibles, misteriosas, inefables.

1 comentario:

  1. Lo explicas muy bien. Solemos comentar con mi mujer que hemos de ir, un año u otro, a ver las procesiones de Sevilla, de Andalucía. Las de aquí son de otro estilo y, en cierta manera, simulacros, espero que no se enfaden. Tampoco conozco todas las de aquí, claro. Otro carácter, otras maneras, las de aquí.

    Un abrazo

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