En autobús no sé, pero en bicicleta es un lujo ir al trabajo, aunque Margarita Tatcher dijere lo contrario.
Voy pelando una mandarina y tirando las mondas a la cesta (desde que le he cogido el vicio a conducir sin manos, mis placeres se multiplican) y de repente ¡la luna! Pero no una luna cualquiera, sino un lunón, enorme, redondo, perfecto como una moneda de plata antigua, como un pandero, y le vienen a uno todas las metáforas que en el mundo han sido, y que los poetas se han encargado de regalarnos desde hace siglos, para tratar de apresar ese hechizo indefinible, que se nos escapa, de las cosas.
Entre dos calles y en un segundo huye la visión. Dan ganas de pararse en medio y mirar. Eso que uno nunca tiene tiempo, ni agallas, de hacer, entre otras razones, porque viene un coche y me pita.
Pero la luna me ronda por la cabeza, hasta que, cuando cruzo el río, la veo pletórica en el oeste, tras los arcos del Pabellón de la Navegación de la Expo. Va cruzando de uno a otro, jugando entre ellos, hasta que, burlona, desaparece.
Hay algunas cosas en la vida que uno se quedaría mirando eternamente ensimismado. Esa luna llena, el fuego, el mar, la perfección de la rosa. Como no hay tiempo para embelesamientos, en el tráfago diario, será el poeta el que aprisione eternamente esa esencia, cuando tiene la intelijencia de acertar, tan difícil, con el nombre exacto de las cosas y a ellos acudimos cuando no hay luna o fuego cerca, o mar o rosa.
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