Con placas de obsidiana se pueden hacer muchas cosas, como afilados cuchillos para sacar el corazón, aún vivo, a los enemigos, en el altar de los dioses Aztecas, como nos refiere Bernal Díaz del Castillo en su Historia Verdadera de la Conquista de Nueva España, pero también pueden servir para plasmar sobre ellas maravillosas y exquisitas obras de arte que inspiren la devoción.
Hoy D. Justino se ha levantado temprano, más de lo habitual, está impaciente porque llega la Flota de Indias, que según le avisaron, ya se divisaba desde Sanlúcar días antes. Ha celebrado la misa primera en la Catedral, casi vacía a esas horas, en la capilla de la Virgen de la Antigua, donde rezara el Navegante antes de partir a sus descubrimientos. Hoy ha encomendado su alma con especial fervor a Dios Nuestro Señor, teniendo presente que toda esa riqueza que está engrandeciendo a las Españas, a su ciudad hispalense y a sus propios caudales tienen su origen en el empecinamiento del Gran Almirante.
A la vuelta ha pasado por su casa en la antigua judería, ha recogido a un esclavo que le acompañe y también a la pequeña Francisca María, la hija de su querido amigo Bartolomé Murillo, que con sus apenas 13 años le ha obligado, imposible resistirse a sus encantos, a llevarla consigo a ver llegar los barcos. ¡Qué quiero ver la flota, tío Justino! Y retozaba a su alrededor como un perrillo.
Han salido presurosos, el manteo oscuro tremolante entre las callejas, María Francisca, de la mano del esclavo acribillándole a preguntas, alegre y bulliciosa.
No son los únicos, la ciudad conocedora de que por el Río Grande vienen las naves con cargamentos exóticos, con el oro y la plata recién sacados de las entrañas de las tierras ultramarinas, acude en tropel para no perderse el espectáculo.
A través de la calle de la Mar, han dejado a sus espaldas la Gran Torre, cuyas campanas resuenan avisando de las buenas nuevas, que han llegado los barcos, superando tormentas, corsarios, piratas y bucaneros, y se dirigen al arenal, puerto y puerta de las Indias.
Una barahúnda inquieta, pintoresca y heterogénea se acumula en la rivera, los balcones de las casas del arrabal de Triana están rebosantes de gente, por el puente de barcas caminan decenas de personas y pícaros, buscones, mendigos, hampones, pilluelos, ladrones y buscavidas de toda laya están arremolinados en el puerto junto a los representantes de las grandes familias, de comerciantes y banqueros, francos, genoveses, aristócratas que elegantemente esperan gozosos que a través del río les llegue la corriente de oro que aumente la de sus fortunas.
Galeras y naos, fragatas y bergantines maniobran en una danza entrecruzada de mástiles, velas, jarcias, trinquetes y mesanas, para dejar sitio preferente a los galeones que se acercan…
Y ya se ven, empavesados. Los gallardetes y banderas ondean al viento, el castillo de popa reluce de colores, los marineros se ordenan en las cubiertas y todo el velamen se inflama con el viento salobre que llega con la marea, como los corazones de toda la multitud que espera embelesada.
D. Justino adelanta en su interior el Tedeum que luego se entonará en el altar mayor de la Catedral, está deseoso de conocer, primero las noticias, que espera favorables, del curso de sus negocios indianos y después, refinado y exquisito caballero, ojear las maravillosas mercancías que saldrán de las bodegas de los barcos, cornucopias fabulosas, desbordadas de productos exóticos, delicados, extraños, suntuosos, magníficos, soberbios y opulentos.
Las lacas chinas, el marfil untuoso, las delicadas sedas, que a través del Galeón de Manila llegan a Acapulco y Vera Cruz y desde allí a través de los océanos, tras noches serenas de calma chicha y estrellas o de tronantes tormentas, hasta la capital hispalense. Las plantas desconocidas, el cacao puro, las aves de colores, las maderas nobles, la caoba, el ébano, el palo de rosa… los perfumes orientales, la nuez moscada, el fragante cardamomo, las níveas porcelanas cuyos secretos guardan celosamente los artesanos de la corte imperial de los mandarines, el jade misterioso, etéreos abanicos, las alfombras trenzadas en Persia, el terciopelo espeso y los tafetanes multicolor ; las oscuras esmeraldas del Brasil, las perlas irisadas que recogen jóvenes resistiendo la presión de los abismos marinos, el añil del color de las noches de luna, la purpura incandescente de los césares y de los príncipes y las hojas del tabaco y el sándalo perfumado y la canela de Ceilán, el clavo de las Molucas, el alcanfor de Borneo o el jengibre de Malabar…
Se van descargando baúles, cajas, toneles, barricas…Algunos se abren allí mismo.
D. Justino no puede esperar. Un comerciante que le conoce bien, le ofrece algunas mercaderías delicadas, una pieza perfecta de marfil para ser tallada, un tibor opalescente con rosas dibujadas sobre verde celadón cuyas irisaciones translúcidas son el fruto de cocciones a más de 1200 grados en la corte lejana de un emperador oriental..
Pero… y aquí el comerciante astuto, saca de un embalaje relleno de paja, un envoltorio pesado. Se demora en el momento de descubrirlo con delectación, mientras va alabando las excelencias del producto. - Algo único D. Justino, inmejorable, monseñor, exquisito, ilustrísima,- y va ascendiendo en elogios, títulos y adulaciones.- Digno de un príncipe de la Iglesia, que digo, del mismísimo Santo Padre de Roma, extraído de los tesoros recién descubiertos en un templo destruido del príncipe Itzcóatl en la selva de Tenochtitlan,
D. Justino se admira, ante la belleza oscura y misteriosa de tres placas de obsidiana pulida, que el comerciante extiende ante sus ojos. Sin regatear el precio los adquiere. Mientras, Francisca María juguetea con un chal peruano de lana ligera que envolvían delicadamente las piezas, se lo echa sobre los hombros, se cubre la cabeza, se lo ata a la delgada cintura.
Por el camino de vuelta, el sacerdote piensa ya en el uso que le dará a tan ricas piezas. Y se dirige a casa del amigo artista sin demora, cuya hija, va recogiendo las rosas que se escapan entre las tapias de casas y conventos, y las porta en el chal nuevo, con el que alegre camina, otras se la coloca en su pelo castaño de núbil doncella.
Sin apartar sus pensamientos de las joyas que lleva el esclavo, D. Justino, recita maquinalmente los versos de Ausonio, Collige, virgo, rosas…
Cuando llegan, Murillo espera en su taller, y allí explica el sacerdote, lo que quiere que se plasme en los lienzos de piedra. El pintor examina, intuye y finalmente plasma su genio creativo con vivas palabras: serán tres noches que inciten a la contemplación. Estas vetas de aquí - y va señalando con el dedo- serán las ráfagas de las estrellas que acompañaron al Mesías en el milagro de Belén,
y esta de aquí será el rayo confortador en la oscuridad tenebrosa de Getsemaní, y esta otra piedra negra sin atisbo de luz, será la noche de la desesperación de Pedro antes que cante el gallo frente a un Jesus atado e indefenso.
Los amigos jubilosos se estrechan en abrazo feliz. Se entienden, se compenetran. La risa de Francisca María tintinea alegre cuando los ve abrazados, e irrumpe en sus ensoñaciones. Los dos la miran sentada, hermosa, joven, en el regazo rosas, y ambos, ya han adivinado en ella, ingenua y pura, la eterna imagen de la primavera.
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