Pues sí, me encanta la Navidad que se acerca. Cada año más. Poner el nacimiento y el árbol. Subirme a los altillos y sacar las cajas con el corcho, las bolas, la estrella y todo ese mundo de barro, plástico y serrín.
Me emociona escuchar de fondo el soniquete de la lotería el día 22, aunque ahora sea en euros. Me veo de nuevo con las vacaciones recién estrenadas, la calefacción a tope, la cocina en plena efervescencia, y mi madre trajinando entre el pavo y el caldo; la encimera llena de ingredientes buenísimos, el horno humeante, las cacerolas despidiendo olores, la tata echándome de la cocina mientras me chupo el dedo; Los espumillones de colores, (cómo me gustaban, tan chillones y demodés), pegados con papel celo por las paredes formando dibujos y con una bola colgando, los pastores de plástico rodando por ahí, la lavandera, el tío de la carreta…
Cada vez qué llegaba mi padre era una sorpresa, el agradecimiento de sus pacientes se materializaba en formas diversas: en un pollo vivo, un jamón, una figurita de porcelana de estilo remordimiento, una cesta de navidad o hasta una sandía de crochet, (sí, sí, totalmente artesanal)
La Navidad hay que celebrarla, con los que estamos aquí y con los que nos esperan en el cielo y dejarse de monsergas.
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