Cuando todo confluye para que una obra maestra se represente en todo su esplendor, nos encontramos con una tarde como la que el pasado miércoles disfruté en el Maestranza.
Foto: EL País |
Al final grité bravo sin pudor alguno. Porque hay que saber disfrutar. Porque es de justicia reconocer lo excelente. Porque es de bien nacido ser agradecido.
Foto: EL País |
Y si encima se trata de la obra de un genio desbordado, excesivo, extravagante y único como es Wagner, acompañado de unas voces limpias, potentes y ágiles que nos representan un drama que se remonta a los arcanos más profundos de la mitología germánica, con toda la simbología subyacente, con sus lecturas sugestivas, donde atisbas la poderosa influencia ejercida en la cultura europea posterior, entonces nos sobrecogemos ante el arte y la belleza culminadas en cinco horas de música fluida y arrolladora.
Que todo esto coincida en un momento determinado y uno esté allí para presenciarlo por el módico precio de una entrada, merece nuestro agradecimiento y la verdad, me hacen volverme un sin vergüenza y gritar: ¡BRAVO!
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