Estoy encantado con el cambio climático. En Sevilla llevamos
dos veranos maravillosos en los que las noches infames en las que la que gente
sacaba los colchones a las azoteas han desparecido. Estamos empezando a usar
las “rebequitas” en los atardeceres de julio y dentro de poco quizá hasta tengamos
que hacernos con ropa de entretiempo, esa que hace tan elegante a la gente de
San Sebastián cuando pasean por la Concha. En fin, una delicia.
Nunca he reciclado nada (¡ni Dios lo premita! como decía nuestra gran Lola de España) y visto
lo visto pienso seguir así. ¡Qué reciclen ellos! (esta vez Unamuno).
Con ellos me refiero a la progresía de siempre y a los príncipes que no quieren
tener familias numerosas por no emitir Co2 pero que van de un casoplón a otro
en aviones privados, o que prestan sus yates a niñas imbéciles para que vayan a
América. Pobre Greta, como siga así, en pocos años la veremos como esas muñecas
destripadas que alguien dejó olvidada tras el arcón polvoriento.
Otra de las grandes alegrías que nos depara el terror
milenarista de moda, siempre tiene que haber una espada de Damocles que penda
de la humanidad, es la fobia a los aviones. Dentro de poco cuando volemos lo haremos
sólo la gente normal que comemos y bebemos y tenemos los niños que podemos sin
grandes problemas de conciencia. Aviones vacíos en los que nos servirán copas de vino y filetes poco hechos
azafatas tontas y hermosas, de larguísimas piernas como las de antes, o a
ellas, azafatos rubios y atléticos, totalmente zotes también.
Qué maravilla, entonces sí que merecerá la pena viajar.
Seremos tan pocos que podremos llevar, sin problemas de espacio, nuestras
grandes maletas de pellejo de antílope, y nuestras esposas, sus lustrosos abrigos
de piel de nutria, visones o martas cibelinas.
Por tanto que nadie ose quitarme mi gran cubo de basura multiusos donde junto a las
mondas de patatas, latas, papeles y envases de todos los tipos y materiales, encesto
otro botellín de cerveza vacío. Y van ya...
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