Existe una belleza oculta e íntima, que nos hace felices y sigue manteniendo el encantamiento al que nos tiene sometido.
El domingo por la tarde paseamos por unas calles solitarias y oscuras en las que resonaban nuestros pasos, pues no había un enjambre de turistas siguiendo un paraguas rojo, ni un montón de tiendas abiertas exhibiendo sus baratijas cutres sobre las viejas fachadas, ni veladores con manteles de cuadros y paella fría y sangría caliente…
La ciudad estaba dormida, y nosotros estábamos soñando con ella.
Llegamos a ese patinillo desconocido, donde moría la tarde sobre el empedrado pulido por los pasos perdidos de aquellos que se fueron.
Allí hay una hermandad antigua, secreta, alejada de la fama y el calor de la gente. Es un reducto donde, pocos, siguen las reglas de los siglos.
La Escuela de Cristo, fundada en 1662.
Esta iglesia pequeña está en la trasera de la gran parroquia de Santa Cruz, en un adarve sin salida, en un camino que no conduce a ningún sitio. Allí nos encontramos, era la primera vez que íbamos, una escenografía del pasado, tal como los grabados del XVIII, con doseles, y plumas polvorientas coronándolo, como antes en los túmulos de los Reyes o en los Monumentos desaparecidos del Jueves Santo… Unos altares exponiendo las vajillas de plata labrada, aguamaniles, bandejas, relicarios, elaborados con plata mexicana traída en los galeones, cuando aún el Río Grande era un caudal de oro.
Unos bancos laterales corridos forman un claustro en cuyo centro confesaban sus culpas los antiguos hermanos y fustigaban sus cuerpos en penitencia pública. Hoy ya no, aunque no estén libres de aquellas o necesitados de esta.
El Cristo de Astorga casi preludia esas imágenes decimonónicas que poco después se irán repitiendo hasta la saciedad y que culminan en “la escuela de Olot”, tan pavorosa, tan de cromo, tan de capilla neogótica y colegio de monjas de niñas bien, que ahora ya nos comienzan, incluso, a parecer conmovedoras…
Salimos, bajo los naranjos de invierno, sin fruto ni flor, a la calleja estrecha de silencio y sosiego.
Y, oh sorpresa, unos faroles de hierro forjado en las jambas de un portalón, nos descubrieron una casona antigua que nunca habíamos visto antes, estos secretos que nos regala Sevilla todavía, y que han convertido, salvándola de una ruina casi segura, en un hotel.
Descubrir un palacete oculto nos emociona hasta lo indecible, y como si abriéramos un cofre arcano, entramos en un zaguán solado con piedra de Tarifa, tan sugestiva, tan hermosa, tan propia de las construcciones de antaño, auténticas, como las gradas de la Catedral, como las grandes casas señoriales mudéjares, donde resuenan ecos de caballeros que regresan de las cruzadas o de reconquistar Granada o Antequera… de los pasos silenciosos de los indios desvalidos, traídos de ultramar, con las plumas de quetzal con arreglos de jade y máscaras de obsidiana…Y el patio restaurado conservaba la atmosfera barroca y suntuosa de la Ciudad que fue, cuando se disfrazaba para ocultar un pasado triunfal y suntuoso que desaparecía… los colores ocres, la fuente, el bronce de esculturas tensionadas, las palmeras, las plantas olorosas… los arcos, las pilastras, las cornisas, las rejas… un ambiente profuso, ofuscante, sugerente, recargado...
Poco después entramos en otro nuevo hotel, que ocupa una de las casas más señeras de la ciudad, de una familia genovesa enriquecida con el comercio de Indias, los Pinello. Estaba ruinosa, pero conserva una fachada imponente, a cuyos balcones, dicen que se asomaba Rosina, y era requebrada por el conde Almaviva.
Pero, ay, el patio grande, de doble arcada, ha sido restaurado al minimalista modo, tan blanco, tan moderno, tan limpio, tan aséptico que parece un hospital. Mejor así que en ruinas, pero no se escuchan los ecos de Fígaro, o el clave temperado en el que ensaya su música la dama… sino la megafonía de la sala de espera que llama al cirujano a la mesa de urgencias.
Desde las azoteas se veía la Giralda, y cuando salimos al pie de ella, las casas, sumidas en el silencio de la noche calma, guardaban sus íntimos secretos tras las cortinas cerradas.
Qué paz. Las estrellas, apagadas aun, nos llenaron de gozo, premonición de unas Pascuas que se atisban, jubilosas, desde este primer Domingo de Adviento.
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