Era la tarde del día de la Inmaculada. El Centro estaba imposible. La gente había salido en masa a la calle para ver las luces de Navidad, por eso me tuve que desviar con la bicicleta. Venía de recoger a Manolito del Betis (había ganado el Mallorca, creo) él iba relatando la épica del partido, que a mí, ni me va ni me viene, aunque de vez en cuando suelto unos ah, oh, para crear ambiente...
Era ya de noche y hacía un frío que pelaba, ambos con las bufandas, él la verde del equipo, y nos topamos con un coro de campanilleros cantando bajo el Arco del Postigo a la Pura y Limpia.
Sin esperarlo, ni buscarlo (la providencia) fue un momento único. Cuánto me emocionó oír esos villancicos tradicionales, la pandereta de pellejo, las botellas de aguardiente, los cascabeles... aquel frío, aquel humo del puesto de castañas a lo lejos, las luces de colores bajo las que paseaba la gente allá en la Avenida, y aquí, bajo el arquillo único que queda de la ciudad amurallada, la Virgencita, barroca, en su retablito de encaje de oro, a las que tantas generaciones de sevillanos han venerado, y que despedía o recibía al caminante, bajo esa advocación tan nuestra, tan de Sevilla, que ensalzaron Murillo y Vazquez de Leca y Miguel del Cid, y a la que las hermandades juraron defender con su sangre...
Todo eso, que se lleva dentro, surge como un resorte, y casi se me nubló la vista.
Seguía sonando la música profunda, popular, con sabor a madrugadas de pueblo, a auroras del Aljarafe, con olor a mosto, a leña, a pan.
Venga vámonos- me tira Manolito de la mano- que estoy muerto de frío, (como el niño de la canción que viene medio en cueros… pienso yo)
Nos alejamos de allí en la bici y seguían las campanillas, las guitarras... "en el cielo se alquilan balcones para un casamiento"... se perdía cada vez más leve el soniquete antiguo, venerable, inmemorial, que hizo despertar en nosotros ecos de navidades pasadas, desconocidas, no vividas, pero que de algún modo, no sé cómo, hemos heredado y también llevamos dentro.
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