Fuí a comprar el árbol de Navidad. En el vivero, lejísimos, en las afueras de la ciudad, mientras estoy pagando, el jardinero, un rumano o así, flirtea con una chica, mientras yo pago con la tarjeta. Le pide su teléfono para salir a cenar. Ella le sugiere que mejor una cerveza, que está la cosa mu achuchá. Él le responde muy galantemente que no se preocupe, que él invita.
Me voy dandole vueltas a la cabeza mientras conduzco, (el árbol me roza la cara) qué ocurrirá finalmente con este idilio entre las flores y que bien pudiera ser el inicio de una novela.
Cuando llego a casa de mi suegra, a dejar unas macetas, cedo el paso a una joven en la portería, lleva una bolsa con macetas, nos miramos y, oh, nos reconocemos, ella es la chica del vivero.
Estas casualidades, si fueran la clave de una novela, dirían que es mentira.
¡Si, hombre, en una ciudad de un millón de habitantes, te encuentras una chica que no has visto en tu vida en un vivero y media hora después es la vecina del quinto!
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