Acabo de terminar este pedazo de novela.
¿Qué porque me ha gustado?
Porque está muy bien escrita, porque refleja “la vida de provincias” de la Inglaterra del primer tercio del XIX con fidelidad al ser un relato de una coetánea. Porque la autora es inteligentísima y audaz. Porque es sarcástica y sutil (que no cínica). Porque nos hace disfrutar con su ironía y buen humor. Porque nos acerca a sus personajes, con los que trabamos a la postre una relación de amistad. Porque describe la naturaleza humana divinamente. Porque se introduce en las acciones sublimes, mediocres, mezquinas, de la gente y nos entrega un retazo de la realidad de entonces perfectamente trasladable a cualquier época, ya que los resortes psicológicos que los mueven son por humanos, intemporales. Porque es un novelón larguísimo de los que ya no se estilan. Y sobre todo porque derrama una mirada piadosa sobre el mundo. Describe el mal y el bien, que distingue sin marearnos con medias tontas. No es moralista ni hipócrita y deja entrever un optimismo compasivo (que hartura del “sinsentido de la vida”) destacando los valores y hasta el heroísmo de vidas aparentemente ordinarias. Se podrá decir que algunos de sus personajes (Dorothea, entre otros) son excesivamente virtuosos y que eso no ocurre nada más que en casos fuera de lo común. Y efectivamente, son ejemplos escogidos, pero no falsos. La autora describe personajes extraordinarios, que además sólo lo son a los ojos del lector, que conoce las motivaciones excelsas de sus acciones. Son admirables en su interior, sin aspavientos. Los ciudadanos de Middlemarch, en su confortable medianía moral, nunca llegarán a conocer la elevada categoría humana de algunos de sus paisanos. En definitiva, espléndida, léanla los que tengan la suerte de no haberla leído aún.
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