Las cuatro voces principales fueron espléndidas ayer en la Ana Bolena del Maestranza. La
mezzo georgiana Ketevan Kemoklidze con un registro amplio y matizado (inolvidable el duo Dio che mi vedi in core) e Ismael Jordi; qué timbre,
qué afinación. Tiene una voz aflautada, delgada, recuerda al inefable
Kraus, que se adapta a la perfección a la coloratura donizettiana.
Pero excelsa estuvo la norteamericana Ángela Meade.
Cuando quedó sola en el escenario y comenzó a cantar el aria en que, enajenada, suplica volver a su dulce pasado cerré los ojos y empecé a volar. Y
no exagero. Sentí como se me erizaba la piel. La dulzura, la delicadeza, la
pureza, la sensibilidad, la transparencia, la sutileza de la voz de la Meade,
nos elevó, nos dis-locó, porque ya no estábamos en una butaca del teatro sino
en el
dolce castel nati,
en el
queto rio
che i nostri mormora sospiri ancor.
che i nostri mormora sospiri ancor.
La nota
final quedo flotando en el aire, vibrando en el silencio, como la cuerda
destensada que expulsa la última flecha.
No me
pude contener y mi ¡brava! resonó también en el teatro verdaderamente agradecido
ante tanta hermosura regalada. Mi mujer me pegaba codazos, pues ama la
discreción, y no es que a mí me guste llamar la atención, pero cómo no
agradecer momentos tan sublimes. Allí, tan cerca del escenario, con la cantante
quieta, trasformada, en éxtasis.
Lo estaba esperando, lo merecía absolutamente:
¡Brava, Brava!
Totalmente de acuerdo, aunque no te pareció que la voz del tenor se perdía en los duetos y coros?
ResponderEliminarSí, es cierto. No se distinguía bien en ciertos fortes, pero es casi inevitable en voces de tenores ligeros como las de Jordi, muy agudas y claras, que a cambio son deliciosas cuando suenan solas.
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