Durante la siesta he soñado con mi abuela. Estaba en la cocina de su casa de Utrera, sentada, de espaldas a mí, en una silla baja. Alargue la mano y la toqué.
Después no sé qué siguió. Creo que estaba en la playa de Sanlúcar, por la tarde, pero lo que percibí de una forma nítida y terrible a la vez, fue la sensación de pérdida irreparable que me invadió. Algo que nunca me sucede despierto, algunas veces, escasas, gracias a Dios, en el sueño.
Es una nostalgia condensada, absoluta, sin la dulzura piadosa que la suele acompañar. Brutal, dolorosa, como si fuese plenamente consciente por un instante de todo lo pasado que jamás volverá. Todo lo que entonces era bello, sencillo, ingenuo, joven y por venir... Ese yo sin hacer todavía…
No sé explicarlo. Es tan intensa esta sensación de la contingencia de las cosas, que tuve que abrir los ojos y mirar el techo, el armario, la silla junto a la pared sobre la que se filtraba la luz de las persianas, para darme un baño de realidad.
Imagino que algo como esta extraña clarividencia sucede a los que han tenido un accidente y dicen que ven pasar toda tu vida por la mente en un instante.
Ese sentimiento de nostalgia en el sueño al que me refiero, es como esas porciones mínimas de materia que tienen una masa infinita y condensan en su interior una capacidad y una fuerza inconmensurable, como una minúscula gota de un ácido muy fuerte, que si cae sobre una plancha gruesa de plomo, la atraviesa como si de cera se tratase.
Es una sensación extraña, no es exactamente dolorosa, ni auténticamente triste, aunque den unas ganas tremendas de llorar. Es Lúcida, de una nitidez cruel, como si de pronto penetráramos en los entresijos del tiempo y nos permitiese ver sin maquillaje ni anestesia, toda la fugacidad de la vida.
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