Son bellísimas las Carreras en Sanlúcar. 170 años de continuo espectáculo.
Sobre un escenario único, la desembocadura del Guadalquivir, con la lengua de arena y bosque de pinos del Coto de Doñana enfrente desperezándose sobre las aguas, espacio no profanado milagrosamente por urbanizaciones y hoteles, perfilándose entre el mar y el cielo, los purasangres, de una esbeltez de junco, de una tersura brillante y grácil, de un pelaje sedoso e irisado, que siluetean unos músculos, tensos, secos y vibrantes.
Los caballos vienen despacio hacia Bajo de Guía, donde están los boxes de salida.
Trotan, relinchan, algunos rebrincan en la arena y el jinete ha de luchar con él para que siga el camino.
Los jockeys con sus camisas de colores estridentes y contrastados, salpican el ambiente, de un carácter festivo. Rosa, azul, amarillo, bermellón, el cuadro impresionista de Degás se va formando, sobre fondo azul.
La playa bulle de gente, los niños en sus casetillas, fabricadas en casa, con cartones, cajas, madera y pegamento, tratan de atraer a los apostantes, que en bañador se acercan, a sus puestecillos.
“Una apuesta de más de 30 Ct. se lleva un flasgolosina”- anuncia uno.
“Devolvemos el triple”, proclama otro. “Apuesta mínima 20 ct. Máxima 1 euro”. Y tras las ventanillas, sobre su mesita de playa van escribiendo trabajosamente los boletos de apuestas, con letra de cole, y contando el dinero que introducen en las fiambreras de plástico que han cogido del armario de la cocina.
El caballo ganador será el que primero pase por la línea pintada con el pie sobre la arena, independientemente, de que allá en los palcos, en la meta verdadera, sea ese u otro el ganador oficial.
Los puestecillos son ingenuos y conmovedores, algunos de gran ingenio, con forma de barco, o castillos, que denota unas laboriosas tardes previas y que los padres están de vacaciones…
Cuando se escuchan los silbatos de la policía ordenando a todos que despejen, en la zona de arena húmeda y dura de la bajamar, que es la pista improvisada, se palpa la tensión.
Niños y mayores se alinean impacientes para ver pasar la carrera. Algunos sobrepasan, el límite establecido, en el deseo de ver mejor la salida a lo lejos, y son conminados por los guardias a retrasarse. Todo está casi en silencio, el mar vacío, prohibido a los bañistas, unos barcos, tras la línea de boyas, se balancean a lo lejos, las nubes cubren el cielo, las gaviotas lanzan sus gritos de sal, el viento sopla fresco y orea los cabellos de una joven que está cerca y trae ese olor a limpio, a pelo recién lavado, que revolotea revuelto y me azota con tan dulces flagelos.
El coche que va de avanzadilla comienza a moverse. Es la señal de que ha comenzado la salida. Todo el mundo absorto, mirando la un escenario vacío, muchos con los móviles preparados, y en unos breves segundos tras el paso del vehículo de protección civil, se escucha, casi imperceptible el tambor de la tierra golpeado por los cascos. Veloces, raudos, como centellas se acercan los caballos, y pasan, como metáfora barroca de la vida, in ictu oculi.
Ya se alejan, hacia la curva de Las Piletas, siguiendo la breve onda del mar. Reverbera el sol en las aguas, como flechas de plata, los caballos se alejan. Han pasado al galope, con los caballeros de colores montados. Quizá sean los últimos, los últimos Cruzados, las reminiscencias de los torneos medievales. ¿No son esos colores, esas blusas ajedrezadas, uno con la cruz de Santiago, aquel con bandas celestes y rosas, como los blasones de los paladines, como los últimos flecos de las gualdrapas y plumas y gallardetes y pendones de las mesnadas que recorrieron un día estas tierras en batallas contra moros con el Bueno de Guzmán a la cabeza? Viéndolos galopar frenéticos junto al mar, se hace uno idea de la potencia tumultuosa y trágica que hayan tenido las huestes guerreras desde que el hombre usó las bestias como medio de combate.
El pelotón colorido y fúlgido se fue. Es un instante que todo el mundo mantiene en la retina. Incluso cuando han desaparecido tras la lengua del mar, el público no aparta la vista, como hipnotizados por la belleza y tensión del espectáculo.
Ya se oyen los gritos de los niños que han ganado la apuesta, las discusiones, a veces sobre el caballo ganador- ¡el ocho, el ocho!¡ Que no, por aquí el cuatro!
Y se apresuran los beneficiados a cobrar sus ganancias millonarias: treinta, cincuenta, sesenta céntimos…
La última carrera coincide con la puesta de sol.
Oh, es la más hermosa, la más onírica, la más inefable.
Ayer el cielo nublado toda la tarde, se preparó con especial cuidado, para servir de fondo único a los actores.
Es difícil expresar los tonos, colores y gradaciones infinitas que fue tomando el día al despedirse.
Sobre el mar, una franja purísima, límpida, de horizonte celeste, bajo un cielo gris de nubes, que fue iluminándose por un sol que descendía tras ella. Primero sus rayos, como lanzas de fuego sobre el mar, y poco a poco el redondel naranja, que fue cayendo como el monóculo del día, como si se desprendiera de él antes de dar las buenas noches, introduciéndolo en un vaso de agua clara, para que esté limpio y lúcido de nuevo, mañana.
La gente se va yendo. La arena mojada está revuelta, hollada por las pisadas de las cabalgaduras.
En la playa solitaria, parece que un pintor enajenado, hace pruebas imposibles con la paleta sobre el horizonte. Y va extendiendo los colores más sutiles, las irisaciones más delicadas, los matices más sublimes sobre la línea del coto.
Sobre la línea de plata del mar y oscura y blanca del coto, una banda celeste, clarísima, pura, transparente, como pudiera ser la cinta del pelo de una diosa griega que nace de la espuma.
Sobre ella en un horizonte infinito, una autopista de nubes, como si mil reactores hubiesen dejado su estela aborregada y blanca al alejarse juntos hacia la batalla.
Y por encima, un cielo rosado y blanco veteado, como las losas de mármol de un templo pagano, o el Lithostrotos, en hebreo Gábata, manchado con la sangre del Cordero. Como la carne de un animal sacrificado, como el buey de Rembrandt; pero no, aún más sutil: se trata de un ternero neonato, de un cárdeno suave, como si se hubiese dejado allí extendido, tras haber separado la vitela sobre la que se miniará un libro de horas…
Y si elevas la cabeza, encontrarás, envolviéndolo todo, una bóveda oscura, de un celeste profundo, que se irá tornando paulatinamente, en un tapiz negro, como un acerico de terciopelo oscuro, donde una infanta olvidó, clavadas, miles de agujas de plata.
Hace frio. La playa está vacía. Me resisto a abandonarla con los demás, pero el viento y la noche me obligan. Cierro mi silla plegable. El cielo y el mar se unen en una masa informe. Una luz roja, otra verde, parpadean a lo lejos, indicando a los barcos el canal que han de seguir para entrar en el río.
Absorto, me voy al fin.
Ha terminado el día de carreras.
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