Después de dos días nublados y grises, que han hundido aún más a todos los que se despedían del veraneo en su triste ánimo; equipajes arrastrados de aquí para allá, coches cargándose con el maletero hasta los topes... después de dos días bochornosos, ha vuelto a salir el sol.
Está la tarde clara y luminosa. El Coto de Doñana se ve, como rara vez, nítido: se distinguen los troncos de los pinos, las ramas de los dos eucaliptos gigantes, el pequeño faro, las dunas blancas pobladas de matojos secos, los fortines de ametralladoras de la Guerra Civil.
Como un reducto prehistórico, Doñana se ha conservado virgen, y los afortunados que miramos desde la orilla de Sanlúcar vemos la misma escena que contemplaron los señores de Medinasidonia, a quien perteneció, donde cazaron ciervos Austrias y Borbones, en medio de grandes fiestas y agasajos que casi arruinan el Señorío; la misma línea de agua y bosque, de arena y cielo de gaviotas y garzas, que vieron los 18 supervivientes de la Nao Victoria tras circundar el mundo; el mismo horizonte perdiéndose en la Punta de Malandar hacía el océano ignoto, que asombró a la joven Reina Isabel la Católica cuando conoció por primera vez el mar desde esta misma orilla.
Un velero, como una pincelada de Sorolla, se mece con las olas, y las motoras perezosas atracadas en Bajo de Guía nos vuelven al siglo XXI, así como la moto de agua que cruza, ruidosa, veloz, salpicando, como un tritón furioso, zigzagueante, surgido de las aguas.
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