Santiaguito es el único que puede
venir conmigo. Mi interés es doble, porque el lugar es una iglesia desconocida de Sevilla, casi inaccesible, que no conozco, de San Pedro de Alcantara, en la calle Cervantes.
Mereció la pena ir. Un trío de piano,
violín y chello, interpretan a Debussy y a Dvorak bajo la bóveda de una iglesia
barroca cubierta de frescos, retablos y esculturas de muy buena factura.
Arquitecturas imposibles y trampantojos
adornan las paredes, un celaje con nubes se atisba tras el baldaquino de
columnas corintias, como un fondo abierto y lejano sobre el que se recorta la
cruz.
Santiaguito aguanta como un machote,
ni tose, y controla un estornudo.
Los dos últimos movimientos se los
pasa en mis brazos, recuesta su cabeza sobre mi hombro y a compás del
"lento maestoso" del violín, cuya melodía repite el piano, y depués
el violonchello, sube y baja su respiración, dormido, desmadejado, frágil. Él,
que no para nunca.
Me aprovecho. Lo siento
palpitante sobre mi pecho.
Música y latidos hacen real ese cielo que atisbo
tras el templete de oro.
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