Estaba ayer la tarde que invitaba a salir. Aproveché para
ir a correr.
Me puse mis auriculares y mis
zapatos de deportes nuevos (sólo tienen un año y me costaron la friolera de 15
euros en Decathlon) los Adidas heredados tuve que desecharlos pues decían que
tan gastados me podían dar problemas de espalda.
Sevilla, y es un tópico que odio,
tiene un color especial y hay veces en que tengo que reconocerlo. La
temperatura alcanzaba los 31 grados y al pasar bajo la Giralda en la Plaza de
la Virgen de los Reyes me llegaban vaharadas del olor a azahar. Supongo que en
todas las ciudades con naranjos pasará esto y en el levante español, no poco, pero
en Sevilla es glorioso. A pesar de que soy muy crítico con esta ciudad nuestra
a la que han herido salvajemente con destrucciones y construcciones del
desarrollismo sesentero, a pesar de estar prostituida por cutretiendas turísticas, a pesar de todo, hay momentos sobrecogedores,
en los que el olor del naranjo, la tibieza del aire y el azul prístino del
cielo nos sorprende y arrebata.
Únase ello que iba escuchando música y mi trotecito lento se iba haciendo cada vez
más despacioso.
Como la tarde esplendía me atreví
a realizar los cuatro kilómetros que me separan de la casa de mis padres.
Cuando pasé por el Prado la primavera, que aquí llega incluso antes que al Corte
Inglés, volvía por sus fueros. La luz era nueva, como cada ciclo que se abre y
estrena la vida.
Por el Parque de María Luisa el
sol se filtraba entre los árboles, insectos minúsculos voladores zumbaban al
trasluz, una tela de araña se veía nítida entre las ramas desnudas de un árbol
en brote.
En una glorieta jugaban los niños
de un cumpleaños. Yo no los escuchaba. Sólo oía mis “cascos” y como en una película los
veía jugar entre los parterres geométricos, las estatuas y los bancos de azulejos, mientras
el padre hacia el indio, literalmente, pues tenía colocado unas plumas y daba órdenes
desde el centro.
Me paré y estuve unos minutos
mirando a través de la música y los rayos oblicuos del sol. Era todo tan vital, tan alegre, que conmovía.
Seguí y todo era perfecto, todo
transfigurado. Marta, Marta, parece que
escuchaba- estas azacanada en mil cosas y solo una es importante y me di
cuenta de que a pesar de los pesares, un instante como estos salva el mundo,
sí, como solo hubiesen bastado 10 justos para salvar Sodoma.
En estos momentos plenos, nos percatamos
de la futilidad de tanta noticias que nos han estado molestando estos días.
Esta tarde de luz y paz lo
superaba todo.
No daban ganas de morirse, es
decir, que qué pena tener que dejar todo esto cuando toque, aunque me consolaba
pensar que todo será aún mejor, pero como Pedro cabía decir hagamos tres tiendas
y quedémonos aquí ahora…
Unas niñas jóvenes tumbadas en la
hierba leían, una un libro, otra estudiaba unos apuntes subrayados en rosa fosforito,
los bolsos abandonados, como ellas, no sé si eran guapas, pero todo era bello.
En la Palmera, los naranjos
estaban florecidos. Corté dos ramas cuajadas de blanco. Cuando llegué a mi
destino no había nadie, deje el ramo enganchado en el pomo y regresé.
Ahora ya no estaban los niños en
el Parque y la luz era más tenue, más inclinada, me daba en los ojos y
reverberaba en la fuente. Sólo las estatuas de mármol de “las cuatro
estaciones”, lánguidas, poblaban el jardín. Me paré de nuevo, sonaba Azul de Natalia Lafourcade, en mi móvil,
y de nuevo todo se transfiguraba.
En la glorieta de Becquer, las
damas de Coullaut Valera y el Cupido caído trataban de desempeñar su papel melancólico,
pero no les salía y hasta el ramo mustio de rosas que alguien dejó en el regazo
de una de ellas era heraldo de vida y primavera. Era la tarde como el verso famoso:
hoy la tierra y el cielo me sonríen…
El olor a mirto llegaba profundo,
y los acantos, desperezaban sus volutas exuberantes y oscuras.
Una tórtola atravesó el
camino y un cuervo pegaba saltitos reluciendo,
como si portara una pepita de oro, huyendo avaricioso, con el pico.
En una plaza pintoresca una
pequeña tienda, lo que hoy llaman un atelier,
muy elegante, muy exquisita, con trajes bien cortados en las perchas. En la
mesita, con unas gafas gruesas esforzándose y apuntando sobre un cuaderno, la
chica que lo atendía. Era síndrome de Down,
y en la tarde hermosa, aparecía aún más hermosa que la propia tarde, de
una ingenuidad, de una simpatía y una ternura que desarmaban cuando levantó la cabeza
sin verme.
Por las calles estrechísimas los
patios con su boca abierta de rejas y aspidistras emanaban frescor y así, más
que corriendo levitando, llegue a mi casa: ocho kilómetros que se me hicieron
ligeros.
Todavía, cuando se cerraba el
portón pude atisbar a la vecina de al lado, que pasaba por delante, es la mayor de nueve hermanos que parecen
todos pintados por Boticelli.
Tendrá unos veintipocos pero parece
menos.
Llevaba los labios pintados de
rojo, vivísimo, como una amapola y caminaba seria, erguida, ensimismada, con el
pelo devanado sobre la espalda en oro, segura de sí, grácil, como la primavera,
vehemente y arrolladora.
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