Como dos viejos amigos, que lo somos, nos saludamos con gran alegría tras reconocernos después de ¿seis años? más jóvenes que entonces.
Era el día de la tertulia mensual del Tranvía en el Círculo de Labradores, donde desde hace ya cien años se reúnen personajes de la Ciudad. Compartimos mesa con Fernando, que es una persona culta y encantadora, además de guardar la llave de los sótanos del Banco de España en Sevilla.
Comenzamos el paseo por las calles estrechas de adoquines, una reja aquí, una fuente en un patio, los mármoles de las colosales columnas de un templo romano vencido por los siglos, restos del muro de la olvidada Judería, la casa del Cardenal Wiseman con los recuerdos de la novela famosa y de la escuela inglesa de católicos conversos del siglo XX que tuvo aquí su más lejano origen...
Junto a esta, como un huerto cerrado, los muros de otra casa, teñidos de almagre, nos hacía presentir la belleza mudéjar de su alma. Le comentaba yo a Armando las delicias escondidas de mosaicos y azulejos vidriados y de la familia que aún lo habita, conservando la esencia, de lo que aún es Sevilla, con la suerte de que topamos con el regreso del paseo cotidiano de la centenaria, y admirable por tantas cosas, dueña de la casa con su hijo, mi amigo Cristin Salinas.
Qué amabilidad la suya, que nos introdujo en el hortus conclusus y pisamos los mármoles de Itálica, los barros renacentistas, los mosaicos de Trajano que suelan los patios, subimos a los salones de galerías emplomadas y zócalos del quinientos y hermosos cuadros de vírgenes y santos y retratos familiares de la aristocracia catalana y andaluza y un posible y exquisito Zurbarán y fotografías firmados de los reyes dedicados a la familia, y mullidas alfombras que apagaban los pasos nuestros por el claustro acristalado... y una biblioteca con cartas de enmarcadas de los Reyes Católicos y viejo tomos de piel gastados por los años.
Techos de maderas tallados y puertas de conventos desaparecidos y una luz que, cada vez más tenue nos introdujo, en otro mundo de sueño y encanto, de mercaderes de Indias y aristócratas que habitaron estos muros desde hace cientos de años.
Salimos embriagados de asombro y sosiego a la sombra luminosa de la Giralda resplandeciente, que nos esperaba al final de la calle como una flecha de fuego en la noche.
Llegamos al Círculo y aguardaba Lutgardo, el poeta, que presentaba al escritor y en el salón de arriba por encima del patio barroco de los agustinos de Figueroa, con columnas torsas y mascarones grotescos, en una intimidad inolvidable tuvo lugar el encendido del hogar, como si regresásemos; se inflamaron las palabras del médico poeta y amigo describiendo la profundidad de la obra de Armando Pego. Este, con la humildad del genio nos descifró su pensamiento, unos atisbos del luminoso libro que reseñábamos. Todos quedamos incluidos en el cerco de la chimenea cálida que se quedó prendida en el sosiego vespertino.
Hay actos cuya repercusión no la sabemos en el instante, como una piedra en el estanque, serán sus ondas las que ampliarán sus ecos en el lago tranquilo, restallando en el tiempo. Así fue esa tarde, esa noche de noviembre en Sevilla. Ahí quedaron los ecos entre poetas y amigos, José María Jurado también estuvo y Víctor Jiménez y nos retrató Pepe Morán y en verdad que "la noche se puso intima como una pequeña plaza..."
Una cerveza última en El Salvador, bajo mi casa encendida y un abrazo y una despedida que no lo es, porque como dijo mi amigo, Barcelona y Sevilla están muy cerca, muy cerca, como nuestros deseos, inquietudes e intereses que superan el tiempo y la distancia.
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