lunes, 17 de diciembre de 2018

Dulce Navidad...

Santiago, el más entusiasta, momentos previos a uno de sus arrebatos.



La estampa idílica de los tiernos infantes poniendo el belén armónicamente al son de villancicos clásicos centroeuropeos no puede estar más alejada de la que se arma en mi casa cuando se esta poniendo el nacimiento.

Antiguamente el que gritaba era uno cuando tras colocar la huertecita con sumo cuidado, los tomatitos, las zanahorias minúsculas, todo en hileras paralelas, llegaba el pequeño de turno y le daba un zarpazo a la vez que temblaban todas las montañas de corcho.

Ahora se pelean porque uno quiere poner las figuras así y el otro asao, y los caminitos de serrín deben llegar del portal a la montaña y no de la aldea al mercado… en fin, hay lloros e insultos mientras yo, cual Zapatero en Cataluña, trato ingenuamente de contemporizar; por favor que estamos poniendo al niño Jesús ¿cómo podéis pelearos así? Ni caso.

Entre batallas y treguas se va armando el Belén. La fuente echa el agua, los Reyes caminan por el desierto, Herodes maquina desde su castillo…

Pero quedan los restos tras la campal batalla y es entonces, cuando derrengados tras el deber cumplido y sangrando por las heridas aún abiertas, es entonces, cuando llega el sargento mayor y dice que “mañana hay que hacer el salón” y que todo ha de quedar recogido… y ahora viene lo peor: recoger cajas, barrer el serrín y el musgo desperdigado, los papeles, el pegamento, la pistola de silicona…
Al final todo queda en orden.

No sé hasta qué punto merece la pena.

Ahora, cuando llegan las visitas, los pequeños muy orgullosos les enseñan su obra maestra, las gallinitas, las ovejas, el ángel sobre el portal y la estrella luminosa… Qué bello, qué delicia, que hermosura, que entrañable…

Sí, sí… 




¡O Tannenbaum!


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