Estar
vivo es un goce cuya celebración más genuina se realiza alrededor de una mesa, tomando
el fruto de la vid y del trabajo del hombre.
Esta
eucaristía compartida es la que exalta Peyró en su último libro. Un libro
profundamente filosófico, casi religioso, aunque enmascarado con una amenidad
que deleita, pero que susurra al lector al oído la máxima que nos quiere
transmitir: la civilización se alcanza mediante el santo manejo del fuego del hogar, que permite elaborar los
alimentos que se comparten, con la familia, los amigos, alrededor de una mesa
que es el altar de la dicha cotidiana.
Sí,
nada nos une más a la tierra que el alimento que sacamos de ella, nada más
humano que saciar la sed y el hambre, nada más civilizado que alcanzar las
cotas de refinamiento que el hombre ha logrado mediante la elaboración de
aquel.
No
desdeñemos la delicadeza en las cocinas, los añosos vinos decantados en
barricas, nos dice nuestro amigo Peyró.
Tras
la lectura de este libro, somos un poco más felices, un poco más comprensivos,
un poco más amables, un poco más fraternos…
Se
lee con una continua sonrisa en los labios, se lee con la delectación con que
se degusta un Chablis exquisito, o una ración de huevos de gaviota recogidos en
los marjales cuando la primavera inglesa se despereza.
No
hace falta haber probado el caviar iraní o los sesos de becada oreada durante
dos semanas para disfrutarlos con la imaginación e introducirnos en una fonda
pirenaica junto al fuego o en un club londinense mientras nieva fuera y un
mirlo avanza, a pequeños saltos, sobre el césped de Carlton Gardens.
Da
igual no haber pisado Londres o no saber
distinguir un Borgoña de un Burdeos, pero todos tenemos esa memoria sentimental
que nos acerca a lo sagrado de las benditas celebraciones alrededor de un plato,
cuyo sabor u olor nos abre todas las puertas de la bondad primigenia que nos
une en afectos compartidos.
Podríamos
ir seleccionado frases brillantes para ponerlas aquí, pero entonces no
acabaríamos porque el texto está totalmente trufado de ellas, se enlazan unas a
otras como las cerezas y uno no ha dejado de pasmarse ante el ingenio de una
idea, de sonreír ante la gracia de una imagen, cuando quizá tengamos que
contener la carcajada o meditar sobre la belleza o el tiempo que se va, aun así no me resisto:
Estamos tomando algo que
nos supera, uvas pisadas por mocitas de la Charenta que entonces se abrazaban
entre risas y ahora duermen la esperanza
de la resurrección.
Los ingleses, que han
dedicado al punto de cocción del huevo la pasión minuciosa, casi teológica, que
otros pueblos dedicamos a las guerras civiles…
Ese viaje de regreso y
caravana que (…) tenía como corifeos a los locutores de Carrusell deportivo:
nuestras primeras melancolías nunca estuvieron exentas de peligro en La
Romareda.
Esos restaurantes donde
llevan en volandas la mesa de los quesos con la unción con la que se sacaría a
un santo en procesión.
Una feligresía que iba
allí a cultivar esa forma suprema de meditación consistente en remover la
piedra de hielo de la copa.
El (vino ) blanco es lujoso por innecesario, algo así como el vino descapotable.
Es el vino del “flirt”,
de las muchachas que conocemos en verano
Balmoral pertenecía al
género de cosas que no cambian nunca, como el ritmo de las estaciones, los
pasteles del domingo o la visita a esa tía abuela que nunca se termina de
morir.
Peyró, es hombre de fe. Quien disfruta de la gloriosa morcilla, Dios mío, la morcilla, por fuerza cree en la
vida, que pasa fugitiva y los sabores le llevan a cantar un mundo perdido de
restaurantes y locales cerrados, que en definitiva no es más que la añoranza de
la juventud que se fue. Peyró cree también en la vid, como brazos de la tierra
de los que sangra el vino que ama con pasión inmoderada.
Pero lean
este libro, van a disfrutar sin duda, van a saborearlo y sin darse cuenta van a recibir una lección
callada de jocunda y óptima humanidad.
Y por favor, léanlo
despacio, "dando gloria a Dios por las
cosas moteadas”.
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