Otro año más, gracias a Dios, nos
revestimos todos con las túnicas de ruan negro. Santi con el roquete de encaje
de monaguillo, Manolo de acompañante de preste, aún no tienen la edad, estos
dos, para salir de nazareno.
En Semana Santa vemos gráficamente
como se pasa la vida, porque antes fuimos mis hermanos y yo los que acompañamos
a mi padre y ahora son nuestros hijos a los que llevamos de la mano. A Ignacio
y a Reyes no, claro. La mano de Ignacio es más grande que la mía.
En la cripta a los pies del altar
de la capilla están depositadas las cenizas de mi padre. Ahora cuando acudimos
cada Lunes Santo, la emoción se hace más fuerte, el vínculo más estrecho.
Antes de salir, tras la misa, se
canta la Salve ante el paso de la Virgen de las Tristezas. Desde mi posición no
veo la imagen, sólo las caras descubiertas de los nazarenos, que dirigen a ella
sus miradas.
Una chica joven no puede terminar
el canto, la tengo en frente, de perfil, no sabe que la veo, y ha ido cambiando
el rictus poco a poco hasta que rompe a llorar silenciosamente y apoya el rostro
sobre el capirote que lleva en sus manos, para que nadie lo note. Sabe que su
padre, ahora en el hospital, no volverá a esta capilla el año que viene, no
volverá a vestir la túnica de la hermandad a la que ha dedicado sus desvelos
toda su vida.
Se entenebrece la iglesia y a la
luz de los hachones van saliendo los tramos de penitentes a la tarde malva.
En el silencio tenue se escuchan
sólo el entrechocar de las cruces que nos van entregando para salir, como se escucharían,
horribles, los golpes secos de los clavos en el Calvario.
Son cinco horas de absoluto
silencio, mirando al frente, sin cambiar de postura. Abrazo a la cruz, oculto
bajo el antifaz. Da tiempo de rezar, un rosario, otro, otro. Este por esto o
por lo otro y vas encomendando a vivos y muertos, sabiendo que el muerto que va
detrás colgado de la cruz nos salvó a todos.
Este sacrificio, esta penitencia,
este aburrimiento, este dolor de espalda o de hombros al cabo de las horas, es
tremendamente absurdo, es un puro escándalo en el mundo de hoy. Esta caminata sin
sentido de cientos de figuras silenciosas, oscuras y afiladas, redime, sin
embargo a la Semana Santa de Sevilla.
En unos de los parones, los
guardias dan paso a la gente que espera para poder cruzar la cofradía, los
veo pasar en masa, apresurados, antes de que corten de nuevo y reanudemos la
marcha.
Esa masa confusa, es variopinta, de
toda edad y condición. No es nada atractivo ver toda esa gente informe. Me doy
cuenta de que mi mirada es cómo la de un entomólogo, fría y crítica. Lo más
alejado de una mirada cristiana que se pueda imaginar y a la que me veo abocado, máxime en este lugar
y con esta túnica.
Hago el esfuerzo y pienso que
cada uno de ellos soy yo, no “como yo”, sino que “soy yo”, y los rostros adquieren
forma, las figuras nitidez. Cada uno de ellos, tan alejados, muchos, de mi
estética, mi educación, mi sensibilidad,
soy yo, y el Cristo que me sigue los pasos, los conoce a todos y ha muerto por
todos. Esto tan sencillo, esta obviedad cristiana que nos enseñan desde antes
de la primera comunión, debo aplicármelo más a menudo, para sentirme prójimo del
prójimo. A ver si se saca algún provecho de esta larga penitencia.
La luna, como uno de los treinta
denarios, nos acompaña siempre, lo mismo aparece tras la espadaña y el ciprés
como por encima del semáforo que parpadea.
Al llegar de nuevo a la capilla,
aun con el rostro cubierto por el antifaz, todo umbroso, veo entrar los pasos,
me apresuro a sacar a Santiaguito de la turbamulta de pequeños monaguillos. -Soy
papá - le digo en voz baja para que me distinga, y mientras entra el palio, lo
cojo en brazos. Viene cansado, con el canastillo vacío de caramelos, y la
botellita sin agua. Descansa la cabeza sobre mi hombro y le beso a través del
ruan negro.
Bendición solemne. Entre los capirotes
altos, atisbo el Santísimo. Tantum ergo, se escucha. La campanita multiplica su
ráfaga argentina en el silencio fúnebre.
Ha terminado la estación de
penitencia.
¡Hermanos pueden descubrirse!
Hasta el año que viene si Dios quiere.
Hola Juan, acabo de leer tu entrada y me llega a lo más hondo. Ciertamente, el ser nazareno de una Hermandad no se aprende en la escuela, ni Universidad, lo consigues desde la cuna, compartiendo las tradiciones en casa y en su entorno familiar que se extiendo a su barrio.
ResponderEliminarSon experiencias imborrables vividas con intensidad, al margen de si eres creyente de adulto o no, son tus más queridas tradiciones y las vives con tus hijos y nietos, sin olvidar aquella etapa de tu niñez que te marcó cuando ibas con tu padre y que ya no está...
Sensible y espontánea, es muy de agradecer que compartas con nosotros tus sentimientos, grandes y bonitos.
¿sabes? de los comentarios se aprende mucho y te afirmo que estoy encantada de estar entre nuestro grupo.
Ea, esta Madrugá las veremos todas y para ayudar a pasar las horas, tengo hecha una fuentecita de ricas poleás ¿quién se apunta?
Un abrazo.
Un abrazo, M. Carmen. Gracias por tus comentarios. Espero que la madrugada la pasases bien, y a pesar de las espantadas las pudieses ver todas. Saludos.
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