jueves, 22 de enero de 2015

EL OJO DE LA AGUJA

Ayer me sorprendí apartando la aguja que iba a enhebrar para ver mejor. Ese gesto insignificante significa, no obstante, mucho. Supone traspasar una barrera.

Se me vino a la cabeza mi tata Dolores. Era mayor y hacía cosas para mí, niño de escasos años, incompresibles, como decirme que me agachase a recoger lo que se le caía del suelo, porque a ella le dolía la espalda, ¿a alguien le podía resultar costoso eso? o, como yo ayer, alejar la aguja para ensartarla en vez de, lo lógico para mis cinco años, acercársela más.

Mi tata Dolores, merece mis recuerdos por mucho más que por esta anécdota.

Qué mujeres esas, forjadas por una vida dura de lucha y hambre, que después de criar hijos propios, servían en casas ajenas y se entregaban a los de otros con una generosidad y cariño sin límites.
En mi casa, Dolores fue una institución. Ya jubilada, en su pisito de protección oficial, seguramente el primero y único con luz y agua corriente y bañera propia, tenía nuestras fotos de primera comunión junto a las sepia, de sus hijos, de grandes y asombrados ojos de guerra.
Hasta su muerte la acompañamos siempre, y aún la veo, en su mesa de camilla, con la copa de cisco picón, su toquilla de lana, su pelo cano, delante de una tele en color, junto a sus dos hermanas, viudas y añosas como ella, María y Manola. -Tomad unas magdalenas niños- nos decían y nos ponían un vaso de leche sobre la mesa verde de formica y patas de acero...e incluso nos daban un duro para chucherías, que nos apresurábamos a gastar en el puesto, que era la ventana del bajo de la casa de al lado.

Dolores, María, Manola, (qué nombres estos) ayer os recordé al enhebrar el hilo de la aguja.
Vosotras sencillas, buenas y pobres habréis pasado holgadamente por el ojo de ella.

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