martes, 27 de abril de 2021
CONCIERTO PARA VIOLÍN
Me he quedado solo. Es ya muy raro que me quede un rato en casa, sin nada perentorio que hacer.
Reyes madre está en la farmacia, Reyitas “trabaja” vigilando unas clases de las niñas de un club de jóvenes, Ignacito, tras la dura competición en Oviedo, está en el fisio, Manolito en inglés y los dos pequeños entrenando en piragüismo, o Manolo quizá también entrene, no estoy seguro, su madre seguro que sí lo sabe aunque no esté en casa.
Me he puesto el concierto de violín de Beethoven, que cuando escucho me emociona siempre, porque me veo de nuevo en mi casa (de mis padres) con mi padre y nueve o diez años o menos, no sé, que idolatraba a Beethoven y que hizo que para mi sea algo inherente como esos olores olvidados que te asaltan en el subconsciente y retornas a otro mundo.
Como está la tarde nebulosa he encendido una vela de esas que huelen a miel y que se torna absurda cuando de vez en cuando sale el sol y nos sorprende con su primavera y expulsa el aparente otoño que nos quería vender este día gris y ventoso como falsa moneda. Entonces las gitanillas del balcón estallan bajo la luz, en sus macetas añil y se refleja nítidamente la fachada del Salvador con sus torrecillas de piedra en la pantalla de este ordenador donde escribo, de modo que tengo que hacer un esfuerzo por deletrear y no quedarme mirando la hermosura del espejo con su imagen inversa de casas y nubes y horizonte cárdeno y remates de cruces cerámicas sobre las tejas. Es más bonita la visión reflejada incluso que la real.
Ahora suena el movimiento allegro, creo que el tercero, con ese violín ligero cuya melodía era la que anunciaba en los entreactos del “Lope de Vega” que iba a empezar la función. Ese teatro de antes de la Expo, donde únicamente, en esta provinciana Sevilla, se podía escuchar música clásica y zarzuelas, ópera casi nunca. Allí en los palcos de entresuelo, íbamos Pachi, Loren y yo. Las niñas eran aun muy pequeñas (más que nosotros) o no había ni nacido Pilar. Mordisqueaba las puntas del programa ante la alarma de mi madre que decía que me iba doler a barriga y muchas veces me recostaba y me quedaba “frito” en el antepalco, en un diván de terciopelo rojo bajo el espejo dorado y el perchero. Cuando los aplausos me despertaban, la trenca beige, me cubría como una mantita y me sentía algo avergonzado de no haber resistido todo el tiempo. Pero me encantaba eso del palco y su pequeño vestíbulo como un minúsculo refugio sólo para nosotros: mi padre, mi madre y mis hermanos. Olía a perfume el abrigo de mi madre y salíamos a la calle frente al Parque de María Luisa, en las noches de invierno buscando un bar abierto donde poder tomar una tapa que sabía gloriosa.
Ahora siguen sonando los violines briosos, alegres, impulsivos, enérgicos. Y agradezco a mis padres esa ilusión con las que nos introdujeron en su mundo y que permite que hoy, entre sol y nubes con una vela encendida que a veces se torna inútil, pueda evocar, esos momentos inefables, gracias al concierto que escucho en Spotify.
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