Fuimos a Ceuta hace unos días a ver a mi tía Carmen. La última hermana de mi abuela paterna que vive todavía con 95 años.
Es una tía muy querida, soltera, venía mucho a vernos y pasaba temporadas en casa de mis padres. Navidades, primeras comuniones... era una alegría verla, porque siempre venía a algún evento festivo y traía caramelos y chucherías extranjeros que sólo vendían allí.
Ya sabía que ella no nos reconocería. Pero yo a ella sí, la reconozco y le rindo ese pequeño homenaje de visitarla aunque no me vea. ¿Sonrió cuando le acaricié la cara o fue un gesto reflejo?
Allí está, cuidada por un matrimonio que le alimenta cinco veces al día, todo triturado, la lava y le cambia los pañales.
Qué sentido tiene todo eso, no lo sé. Aunque lo intuyo. El misterio sagrado que late en la vida humana, en toda vida humana se hacía patente. Por dignidad, mi tía Carmen es asistida delicadamente hasta que muera. Ahí estamos todos los seres humanos representados, no dependemos de nuestra inteligencia, belleza o utilidad para justificar la existencia. Somos valiosos por el mero hecho de ser y mi tía Carmen en su desvalida vejez, que ella, tan independiente, jamas hubiese querido para sí, como yo tampoco la deseo para mi, nos sigue dando un ejemplo. Creo que para mis hijos fue aleccionador.
El ser humano en toda su maravillosa grandeza estaba allí, en ese miserable cuerpo encogido, delgado, débil y dependiente hasta el extremo.
Qué triste, qué profundo, qué serio, qué hermosa enseñanza, querida tía Carmen.
No hay comentarios:
Publicar un comentario