miércoles, 5 de agosto de 2020

Liebestod o la dicha de estar vivo.







Se pone el sol en Sanlúcar, lejos,  sobre el horizonte, pasa un barco, una gaviota, reverbera sobre los charcos que ha dejado la marea baja y la brisa orea la tarde que se va.

Sale el sol, y se pone el sol, y se apresura a volver al lugar de donde se levanta. (Ecles.)

Yo hoy estoy solo. Me he bajado una botella de manzanilla que había puesto en el congelador, y una bolsa de chicharrones que compre por la mañana en la plaza de abastos.

El dorado liquido del catavino se confunde con el de los últimos rayos.

Señor, recuérdame cuán breve es mi tiempo sobre la tierra. Recuérdame que mis días están contados y que mi vida se acaba. Salmo 39:4

Soy muy consciente de lo frágil, lo leve, lo misteriosos que es todo. Ese todo es la vida, la felicidad, la belleza…

¿Qué es lo que fue? Lo mismo que será. ¿Qué es lo que ha sido hecho? Lo mismo que se hará; y nada hay nuevo debajo del sol. (Ecles.)

y el sol sigue su curso redondo, perfecto, indiferente al palpito de los millones de corazones que hoy latimos en esta tierra mínima que ni se vislumbra desde esa lejanía, impávido ante los que se han ido, inmutable ante los que nos iremos...

 

El viento tira hacia el sur, y rodea al norte; va girando de continuo, y a sus giros vuelve el viento de nuevo.

Todas las cosas son fatigosas más de lo que el hombre puede expresar; nunca se sacia el ojo de ver, ni el oído de oír. (Ecles.)

Liebestod, muerte de amor, el lamento de Isolda ante el cadáver de Tristán resuena en la playa vacía a través de mi pequeño altavoz. Ya es de noche. Las luces, rojas, verdes, parpadeantes, de las boyas brillan en la oscuridad. Un carguero que viene por el rio, cruza silencioso, oscuro, como el buque fantasma. Algunas sombras de paseantes con sus perros, las voces de los chavales y sus risas desde el paseo marítimo.

Esas luces plateadas, esos horizontes irisados en cientos de matices rojizos, transparentes, volubles han exaltado el ánimo.

Aun me queda un sorbo de manzanilla.

Barenboim dirige la filarmónica berlinesa casi en éxtasis y la mezzo Waltraud Meier despide a su amado con el que quiere fundirse en unos acordes envolventes, en un torbellino de voz y música que te arrastran como una hoja caída elevada por el viento:

 

Esa clara resonancia que me circunda

¿es la ondulación de delicadas brisas?

¿Son olas de aromas embriagadores?

¡Cómo se dilatan y me envuelven!

¿Debo aspirarlas?

¿Debo percibirlas?

¿Debo beber o sumergirme?

¿O fundirme en sus dulces fragancias?

En el fluctuante torrente,

en la resonancia armoniosa,

en el infinito hálito

del alma universal,

en el gran Todo...

perderse, sumergirse...

sin conciencia...

¡supremo deleite!

 

Son casi las once, la oscuridad me circunda, salgo al paseo casi en sueños, llego a casa.

Los niños se han ido a La Jara, a casa de mi hermana, a jugar a las cartas.

Reyes está en Sevilla.

Ellos se han preparado la cena.

La cocina, vacía, está hecha unos zorros.


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