viernes, 2 de septiembre de 2016

SAL Y SOL

Todas las puestas de soles son maravillosas, porque tiñen de rosa hasta lo más gris, pero las de Sanlúcar son imponentes.
En el horizonte, como un doblón de oro recién acuñado, se hunde el astro. Es inevitable la comparación, porque en esa lejanía ha naufragado más de un galeón con su carga de caudales de ultramar y más de una familia a visto su riqueza tragada lentamente por las aguas, desde las torres de las casonas, sumiéndoles desesperadamente en la ruina, (otro día contaré la historia de los Arizón).

Y antes, me pregunto, con qué lo compararíamos, porque el sol viene ocultándose en el mar indiferente a la gesta Americana.
Pues antiguamente simularía una gota de aceite de la minerva romana que, rotunda, cae en un plato de garum, y antes incluso, un pectoral cincelado


de los Tartesos, del oro del tesoro escondido en las marismas del Coto, cuando todo era un inmenso lago de limo y plata.
Y cuando no había un hombre aun sobre la tierra. Pues entonces no había metáforas, que pena.
Aún así algún pájaro lo confundiría con un guijarro pulido y luciente, reverberante en el fondo de la albariza.
y antes...
Bueno, antes la tierra era caos y confusión y oscuridad por encima del abismo.


Ayer mi padre cumpliría 76 años. Solíamos escuchar las inefables canciones de Strauss cuando contemplábamos la puesta de sol desde esa perspectiva.

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