martes, 9 de febrero de 2016

El Barbero de la mejor Sevilla



Rosina vestía igual que una dama de Paris o Londres y el Dr. Bártolo llevaba una casaca propia de los señores del siglo de las luces. Fígaro iba a con el traje popular de los majos españoles.
¿Pero si no había flamencas, ni toreros, ni sombreros de ala ancha donde estaba Sevilla?
Sevilla estaba en los esterones de esparto, en los naranjos del patio, en la butaca de la siesta y sobre todo en la luz.

Carmen Laffón y Ana Abascal, el arquitecto Juan Suarez y el director escénico José Luis de Castro, han recreado una Sevilla refinada, autentica, clásica y bella sin necesidad de tipismos y trillado folklore.

Cuando termina la obra salimos con la certeza de que nos hemos adentrado en la Sevilla profunda, como si hubiésemos visitado de verdad una casa hispalense de toda la vida.

Ana y Carmen con gran sutileza han recreado un ambiente, y consiguen adentrarnos en la mejor Sevilla, que es la que se cuela por los balcones al abrir los postigos de las ventanas, la que se vislumbra en la franja celeste del cielo de primavera, la de las calas blancas en los alcorques, la de la línea de sombra que disminuye sobre la fachada de frontón partido y los suelos empedrados.

Está todo cuidado al milímetro. Hay quien dirá que el público no percibirá esos detalles desde la lejanía, pero no es cierto, aunque sin ser plenamente conscientes, todos imperceptiblemente sienten la sutileza de la porcelana autentica del juego de café, del escritorio portátil de madera antigua, de las bandejas de plata, los candelabros, el juego de bolillos con el que se entretiene la criada, el pequeño bargueño taraceado y la banqueta torneada del dieciocho.

Todo crea esa atmosfera exquisita, delicada, de gran refinamiento, que es el regalo que nos hace la artista, que conoce los juegos secretos de la luz y los colores.


En la seda rameada del traje de Rosina, en los galones de oro viejo del anciano mayordomo, en las cofias y delantales rizados de la servidumbre, en las hebillas de plata de los zapatos… en todo ello, el gusto y el esmero de Ana Abascal se hace patente.




Cuando al abrirse el telón aparece ese gran cuadro del río y la ciudad con sus torres entre brumas, cuando los focos van transformando los tonos al compás de la alegre música de Rossini y el río y el cielo se confunden en suave cromatismo, ya sabemos que toda la obra será un puro deleite, como así fue.

Los cuadros de las santas de Espinal o la Joven de las Rosas de Murillo o los mendigos de Núñez de Villavicencio, bien podrían haber colgado, como lo hacen, de las paredes de esos salones...


Sé que han estado atareadísimas durante los días previos: los acantos que crecen al pie de la tapia han tenido que solicitarse a “Parques y jardines” porque no se encontraban en los viveros, se han traído pequeños objetos de sus propias casas, el chal de cachemira que reposa en la silla, le delicada copa, los objetos minúsculos… todo confluye hacia la perfección.


Además la música, de ese bon vivant que fue el gordo de Rossini, la alegría de vivir, el juego, el buen humor, las trapisondas de Fígaro,  las voces, y el coro y la orquesta, hicieron que pasásemos una noche memorable.

4 comentarios:

  1. Qué envidia, Ignacio.

    En la última obra que fui a ver el decorado eran unas cajas de madera, de las de llevar fruta. Según las colocaban eran la calle, la casa, la oficina o el ambulatorio.

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    1. Hay quien prefiere que trabaje la imaginación... de los demás.

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    2. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

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  2. Gracias Ignacio por compartir tu sensibilidad de roma andaluza, como dijo el poeta, con nosotros. Un abrazo. DV

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