viernes, 20 de noviembre de 2015

Real Maestranza de Sevilla

Son los maestrantes unos señores muy serios y circunspectos
Que llevan unos trajes siempre sobrios y unas corbatas que jamás transigen con los colores del mundo.
En realidad, no transigen con casi nada del mundo y de sus modas, gracias a Dios, y son un reducto de buen gusto en este mundo nuestro tan ordinario.
Como tienen que demostrar cuatro apellidos, por lo menos, que confirmen que llevan sangre noble por los cuatro costados, sangre de aquella que derramaron sus tatarabuelos en la guerra contra los moros al reconquistar Sevilla, eso les garantiza tener unas manos sin callos y unos modos distinguidos y displicentes.
Habrá después de todo, como es lógico, y los habrá listos y lerdos, pero como corporación flota sobre ellos un halo de distinción, fruto de los siglos, que se superpone a la individualidad.
Digo esto porque el otro día fui de visita a la casa de la Maestranza, anexa a la Plaza de los Toros.
Es entrar en un mundo casi extinto, donde el ruido externo queda apagado, como los pasos sobre las alfombras de la Real Fábrica. Donde las lámparas de la Granja relucen esplendentes sobre los cuadros y tapices y al abrirse las ventanas entra la luz del rio Guadalquivir, que juega con el dorado de los marcos de los retratos de los reyes antiguos.
Son estos maestrantes, como guardianes de unas costumbres añejas, que a pesar de venir en moto hasta la puerta, cuando cruzan sus umbrales, se revisten de la solemnidad de los salones suntuosos y todo lo piensan y meditan, y todo los miden y sopesan minuciosamente, de modo que nada, nada, se salga de los cánones y las medidas que han impuesto los siglos lentamente, y así, todo en la casa es un cúmulo de delicadeza exquisita, de cuidadosa recreación de lo mejor del pasado.
La biblioteca, con los tomos de piel encuadernados en colores, el despacho del Rey con el sillón de oro y los retratos de los Tenientes sobre la seda de las paredes, las fotos dedicadas de infantes y reinas en blanco y negro, la salita donde la Condesa de Barcelona invitaba a sus intimas a tomar el té cuando venía a Sevilla, con sus muebles coquetos y los retratos al pastel  de González Santos de sus hermanos, como ese joven rubio que mataron en la guerra.
En fin una gozada, pasear por la casa maestrante.
Ay, si la misma delicadeza y sensatez con que cuidan los maestrantes sus cosas  se diera en la gestión de la ciudad de Sevilla, otro gallo nos cantaría, no habría ni Setas, ni extravagancias varias.
Todo sería, como en la plaza de los toros, como tiene que ser.


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