domingo, 20 de agosto de 2017

CAMINO SORIA

Hay un lugar al norte de Castilla por donde cruza el Duero cuando nace y entre chopos y fresnos baja buscando claustros y castillos solitarios de altas lomas.

Hay un lugar en donde se remansa la historia de esta España que soñamos y donde cubre el polvo los caminos por donde el Cid cabalga en la memoria.
Hubo un indiano un día que regresó, de allende los océanos en donde hizo fortuna levantando tiendas de ultramarinos a donde iban llegando las vías recién abiertas de las locomotoras que surcaban el antiguo Virreinato de la Plata.
Aquel joven curtido como el páramo yermo de su tierra por donde el Cierzo arrastra los arbustos en fieros remolinos, se prometió a sí mismo que nunca volvería si no fuera con las alforjas llenas de duros relucientes que devolvieran el pan de nuevo a tierras de pan llevar.
Y en la Rivadavia elegante bonaerense, en el joven estilo modernista, se abrieron tiendas donde la aristocracia criolla compraba las mercancías delicadas que les traía el indiano.
Y un río de plata vino desde el Río de la Plata a los campos de Soria.
Derroñadas se llama ese lugar secreto donde ahora veranean desde siempre los hijos  de los hijos de aquel joven audaz que se hizo rico a fuerza de tesón y de trabajo.
La casa hoy
La casa a principios del XX



La familia García, con los hermanos Hermenegildo y Eusebio, los artífices de la fortuna.
Allí hay  casonas pétreas y una iglesia, una plaza y un paseo y allí se eleva el capricho del indiano admirable. Yo he entrado en aquel palacete centenario, de suelos de baldosas hidráulicas y duelas de madera que crujen cuando pisas, y chimeneas de mármol y una escalera curva de liso pasamanos tan pulido por todas esas manos que han pasado desde entonces a ahora.
Y tiene unas ventanas de postiguillos grises, que su dueño, no se atreve a pintar por no alterar la pátina entrañable del tono de los tiempos. Y por esas ventanas y tras esos balcones se abre el campo de Soria, ese suave paisaje de lomas delicadas y malvas y amarillos y levísimos verdes de hojas temblorosas de chopos altivos como hidalgos o como caballeros que velan o descansan tras luchar con los moros.

Y hay una galería de cristales emplomados que es una solanera donde estaba el despacho misterioso y sagrado del abuelo, y hay camas altas de hierro y enormes armarios de caoba y penachos tronchados y una librería con cuentos ordenados de Verne o de Salgari, de los niños que fueron hace sesenta años y un desván polvoriento con arcas y colchones  y una torre; hay una torrecilla, como un faro, que cuando abres la puerta de la estrecha escalera, te orea en el rostro el aire que llega del Moncayo y refresca las tardes.
Y allí se pone el sol, que yo lo he visto, acariciando lomas negras y azules, derramando dulzura por los montes, plateando el Duero, que reverbera como la estrellas que aparecen de pronto y titilan en la noche profunda de la plaza y el silencio.
Allí no llegan ondas y apenas hay cobertura y lo niños descalzos montan en bicicleta o juegan al fútbol en los campos de la vera del río extendido entre árboles.
Allí recogen moras o esperan que maduren los frutos en las ramas para hacer confituras de sabores que guardan en la memoria, o hacen excursiones o envidan con las cartas en las tardes de lluvia y más de cuatrocientos “Garcías” de toda España se dan cita en verano para vivir “salvajes” como antes, el verano de siempre, que donan a sus hijos porque saben que no hay mejor herencia que esa infancia inmutable de aquellas vacaciones sin relojes, en las tierras de Soria, en la heroica Numancia, en Derroñadas mítica.


Una de las escuelas, de entre las muchas obras de caridad con las que beneficiaron a su pueblo





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