lunes, 3 de octubre de 2016

Qué descansada vida

Es Pie de Gallo uno de esos sitios deliciosos, donde cuando llegas, están sus propietarios esperando con una cerveza fresquísima que no dejan jamás que se enfríe en el vaso.
Es una de esas haciendas, que con las autovías, han quedado aun más cercanas a la ciudad, de modo que en ocho minutos pasa uno del tráfago urbano al campo sosegado.
No es que antes estuviese lejos, pero era un viajecito con esas carreteras donde te tocaba un camión cargado y era un suplicio lento de humo negro.

Llevé a ocho niños en el coche, a una barbacoa el sábado. Ocho quinceañeros hambrientos después de entrenar en el río.

El sol reverbera en los blancos muros. La cal nueva de siempre alegra el alma, porque a pesar de las lluvias invernizas, los desconchones y las manchas de humedad, las capas de tierra caliza restauran la prístina pureza alba del origen.
Como recién bautizados, como recién confesados.




Y en esa autenticidad de la cal y el albero y los chinos lavados y la piedra de molino y la vieja torre de la viga de aceite, este azulejo azul.


Esos retablitos que hallamos en las fachadas de cortijos perdidos entre las lomas, de casas regionalistas construidas para la Exposición del 29, de corrales de macetas de yerbabuena y piojos.
Emociona el semblante limpio del Cristo, que nos estaba esperando en la memoria de los azulejos a los que sólo lo habíamos visto así en las fachadas de las casas viejas. Tras la restauración de hace pocos años, Sevilla se reconcilia con su pasado. La cara ennegrecida del Nazareno recuperó su pátina original y no extrañó al pueblo devoto, porque se nos abrieron los ojos a la imagen conservada en las fotos en sepia, en las capillas cerámicas, en los alicatados añil de los patios y las almazaras.


Es Pie de Gallo un remanso de sol entre surcos desbrozados y labrantíos de cereal y acebuche, y permanece, como desea su propietaria, tal como lo heredó de su padre y ella quiere entregar a sus hijos un día: cándido e inmutable.


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